...
Mi padre.
Hacerse viejo; se dice que peor es no llegar.
Es verdad que todo depende del contexto. Salud, soledad, precariedad, vida interior, sueños...
Arturo vive en nuestra casa desde que mi madre nos dejó, hará pronto dieciséis años.
No ha estado mal. En todo este tiempo un par de noches de hospital. Achaques leves, y más por su miedo hipocondría que por males verdaderos. Las piernas lo llevan, no le duele nada, come y duerme bien. Va fallando, eso sí, el inmediato recuerdo.
Noventa y siete años y unos meses nos contemplan desde esa mirada azul rodeada de arrugas.
Cada vez más, lo encuentro triste, pesaroso, temeroso, sin intención de nada. Lloraba hace unos días por algún recuerdo.
Arturo siempre tuvo el carácter de los hombres de antes que nunca dejaban traslucir los sentimientos. Nunca supo reconocer un error, pedir una disculpa, aceptar una falta. Nunca dio un abrazo a sus hijos, ni una caricia tan solo por cariño, por hacerlo. Así los hicieron y así fueron.
Hoy, que ve como nos tratamos en casa, besos, sonrisas, risas, algo debe moverse en sus adentros. Arturo es más amable ahora de lo que nunca lo fue.
No hay reproche alguno en mis palabras. Somos como podemos. Lo que nos dan, lo que nos hacen, lo que aprendemos.
Mi padre está cansado de vivir, aunque también teme dejar de hacerlo.
En su cabeza se empiezan a confundir los miedos y los deseos, los olvidos, las razones para dormir y para estar despierto.
Arturo, mi padre, está bien, pero no acierta a comprender para qué está.
No es malo envejecer, lo malo es hacerse viejo.
Dedicado a él. Por supuesto.
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