Soy como un dibujo a lápiz.
No por lo inacabado, sino por lo vulnerable.
Porque todo lo que soy puede corregirse, pero nunca del todo borrarse.
La vida me traza con una mano que duda. Avanza, retrocede, se detiene a mitad de una línea como si sospechara de sí misma. Borra con torpeza, vuelve a intentar, deja sombras donde antes hubo convicción. Nada queda limpio. Y quizá esa sea la primera verdad que cuesta aceptar: lo vivido no desaparece, apenas cambia de forma.
Aprendí, tarde, como se aprenden las cosas importantes, que vivir no es acertar, sino insistir. Ensayar una línea y descubrir que no era esa. Repetirla apenas corrida hacia otro costado. Equivocarse mejor. Porque el error no es una falla del proceso: es el proceso hablando en voz baja.
Hay marcas que la goma de borrar no elimina. Quedan como memoria del papel, como prueba de que algo fue intentado, aunque no haya salido bien.
Durante mucho tiempo creí que equivocarme era una forma de fracaso. Hoy empiezo a entender que era, en realidad, una forma de diálogo. La vida me respondía con silencios, con tachaduras, con líneas torcidas, y yo insistía como quien no sabe otro idioma. A fuerza de ensayo y error, fui aprendiendo a leer esas respuestas.
Hubo días, muchos, en que miré el dibujo y pensé que no tenía arreglo. Que el papel estaba demasiado gastado, afinado por tantas correcciones. Días en que una línea más parecía suficiente para romperlo todo. Arrugar la hoja, tirarla lejos, empezar otra historia con menos errores sonaba tentador. Pero la vida rara vez pide hojas nuevas: pide coraje para seguir escribiendo sobre las usadas.
No siempre se empieza de nuevo.
A veces se continúa desde la grieta.
Desde lo torcido. Desde lo que quedó mal.
La vida no avisa cuándo está enseñando.
Uno cree que está fallando, y en realidad está aprendiendo a sostener el lápiz con otra firmeza. Cree que perdió el rumbo, cuando apenas está afinando el pulso. Cada error deja una enseñanza mínima, casi invisible, como esas marcas que solo aparecen cuando se inclina la hoja contra la luz.
Soy como un dibujo a lápiz: borro, repito, me recompongo.
No para ser perfecto, sino para ser verdadero.
No para cerrar la forma, sino para no abandonar la página.
Hay procesos que duelen porque exigen quedarse. Quedarse cuando el impulso es huir. Quedarse cuando el trazo no responde. Quedarse cuando la belleza todavía no se deja ver. Porque la belleza, esa que importa, casi nunca está en el resultado final, sino en la obstinación de seguir trazando cuando la mano tiembla.
A veces todo parece perdido. El dibujo se vuelve irreconocible, la intención se desdibuja, la hoja se llena de restos, de intentos fallidos, de caminos que no llevaron a nada. Pero incluso ahí, sobre todo ahí, queda espacio para una línea más. Una sola. Aunque no arregle nada. Aunque solo sirva para recordarme que sigo acá.
Mientras haya lápiz, hay posibilidad.
Mientras haya pulso, hay camino.
Mientras quede hoja, hay mundo.
Con el tiempo entendí que no se trata de terminar el dibujo, sino de acompañarlo. De aceptar que habrá días de avance y otros de corrección constante. Que algunas líneas solo existen para enseñarnos cuáles no eran. Que incluso las marcas más torpes construyen un lenguaje propio.
Y en ese gesto mínimo, volver a apoyar la punta, respirar hondo, insistir una vez más, aparece una esperanza discreta, casi tímida. No la de los finales cerrados, sino la que sabe que errar no cancela el sentido. La que entiende que incluso las hojas más gastadas todavía pueden decir algo honesto.
Al final, vivir no es terminar el dibujo.
Es no soltar el lápiz cuando el cansancio pesa.
Es aceptar que la forma se construye a fuerza de intentos.
Y que, aunque la mano tiemble, todavía queda mundo por dibujar.
Y mientras la hoja no se rompa y la mano conserve algo de pulso, seguir dibujando, aunque borre, aunque dude, aunque no sepa del todo qué está haciendo, sigue siendo una forma silenciosa, obstinada y profundamente humana de fe.
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