Seguimos adelante.
Incluso cuando el cuerpo reclama reposo y el alma suplica quietud.
Incluso cuando llevamos sobre la piel las huellas de todo aquello que nos dejó vacíos.
Persistimos, no porque el trayecto sea benigno,
sino porque detenernos sería una forma lenta de renunciar.
Y si el aire aún atraviesa nuestros pulmones,
es señal de que hay un propósito que nos convoca más allá del cansancio.
No siempre se avanza desde la plenitud.
Con frecuencia lo hacemos fragmentados, con fisuras que permiten la entrada simultánea del frío y de la luz.
En ocasiones, lo hacemos en soledad,
y esa soledad es un territorio árido que exige fortaleza hasta en las raíces.
Pero aun en medio de ese desierto,
el pie encuentra el modo de alzarse y caer un paso más adelante.
Un gesto mínimo, casi imperceptible,
pero suficiente para que la existencia nos susurre: todavía permaneces.
Proseguimos porque comprendimos que la vida no concede treguas.
Los días avanzan sin pedir permiso,
y la noche se retira incluso cuando no hemos descifrado todos los enigmas.
Permanecer estáticos en el dolor sería equivalente a habitar bajo el agua sin aprender a respirar.
Y así, lentamente, nos convertimos en artesanos de nuestra propia resistencia.
Aprendemos a sostener el peso sin que nos arrastre hacia el fondo.
Aprendemos a caminar con las rodillas inestables y, aun así, no ceder.
Aprendemos que la fortaleza no consiste en la ausencia de heridas,
sino en la determinación de seguir avanzando a pesar de ellas.
Porque, en definitiva, la vida no es una cima que se conquista,
sino la suma de cada paso que elegimos dar,
con un corazón marcado por cicatrices y una mirada fatigada que, sin embargo, sigue orientada hacia el horizonte.
La vida es esto:
proseguir aun sin todas las certezas,
atravesar la penumbra incluso cuando nada ilumina,
avanzar hasta que, de improviso, un rayo de luz se cruce en nuestro sendero.
Y entonces…
sin deliberar, nos descubrimos caminando otra vez.
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