El laberinto tiene ahora pensativa a Adhara, y la tenue geografía de los sueños, y las palabras que ya no se callan.
Fue hace apenas un mes, y el motivo no era la depresión, que es otro tipo de abismo, sino el borde. La alergia, una traición del aire, le selló las vías, marcándole el camino fatal que su cuerpo eligió. Al estabilizarle el precario andamiaje biológico, Adhara cayó en la profundidad de la siesta. Por doce horas navegó el olvido, una ausencia sin despertar que asustó a los otros con la inminencia de su ida.
Los días siguientes, el hospital fue una pesadilla geométrica que se repite: médicos que corrían de un lado a otro como piezas de ajedrez enloquecidas; el paciente de al lado, una cabeza abierta que revelaba la anatomía del horror; dos cuerpos colapsando por la presión arterial, y uno de ellos que, al despertar de varios días en la sedación, gritó un nombre. Adhara, por fortuna o por destino, fue sedada por muy poco tiempo, y la entregaron a la luz lo antes posible, un hilo suelto de vuelta a la familia.
Hoy está más estable; el tratamiento es un ancla tenue. Pero la comodidad es un concepto que se ha quebrado. Los ataques de pánico la acosan desde el alta, el recuerdo físico de la asfixia le clausura el aire en la vigilia. A veces, Adhara despierta gritando. El recuerdo la sitúa en aquel cuarto: los tubos en el cuerpo de su padre, la oscuridad descendiendo como un telón. La memoria fatal de que todo se nubló y ella creyó sumergirse en la misma sombra, el mismo destino.
No lo tuvo. Le dieron otra oportunidad, le dijeron, para aprovechar la vida, para hacer aquello que había postergado. Ahora se siente más viva, sí, pero también duele. Duele cada despertar.
Las imágenes se repiten sin variar, una y otra vez, porque Adhara también dependió de un hilo tenue en esos días, y el hilo es la única verdad que la memoria no le permite olvidar.
El destino, quizás, no es una autopista preestablecida sino la frágil cuerda de una araña que se tensa y se corta. A Adhara le fue concedido volver a tomar el extremo de esa hebra. Pero ahora sabe que el hilo es su vida y que la vida es, al cabo, esa ínfima dependencia del instante siguiente.
A veces, en la vigilia que precede al grito, Adhara comprende la verdad esencial: la vida no es la suma de los días que te quedan, sino la constante, pavorosa, e íntima negociación con ese hilo que te fue cortado y te fue devuelto. Y vos, Adhara, ya no podés ignorar que el verdadero laberinto no está en el hospital ni en el sueño; el laberinto está en la certeza de que tu destino es, para siempre, esa ínfima y preciosa fragilidad. Que seas feliz, dulce Adhara, te queda mucha vida por delante.
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