La decadencia de la poesía

La decadencia de la poesía

Alguna vez creí que la poesía yacía enterrada, no bajo la arena tibia que aún guarda la huella de un pie, sino bajo las capas densas y frías de la tierra, allí donde no llega el aire y las raíces se pudren antes de nacer. Pensé que el mundo ya no sabe mirarla desnuda, sin armaduras, sin máscaras, sin pretensiones. El mundo le exige un disfraz para amarla; la quiere dócil, complaciente, rentable.

Y, sin embargo, aunque mueran todos los poetas, quedarán las cartas; y aunque se quemen las cartas, quedará la memoria. Pero incluso esa memoria parece enferma: la palabra ya no conjuga con el verso, y todo se convierte en elegía por inercia, en un ritual de luto perpetuo.

Hoy cualquiera se atreve a llamar poesía a un verso hueco, sin pulso, escrito no por necesidad, sino por hambre de aplauso. Y ese ruido me pesa. Me sorprendo pensando en ello antes de barrer el suelo, con una canción que no debería rozarme el alma sonando de fondo. Y me permito algo que siempre he temido: ceder mi cabeza a mis pensamientos.

Lo que encuentro allí es un laberinto húmedo, una mentira bien maquillada, una luz enferma vestida de esperanza, un fruto dulce por fuera y podrido en su centro. Esa cosa, eso que aún se atreve a llamarse “poesía”, nos ha matado a muchos. Yo misma estuve a punto de dejar que me sucediera durante meses.

Pero no ha muerto. No todavía. La decadencia es apenas un síntoma temprano; la agonía no ha ganado la batalla. Podemos reconquistarnos, volver a ser fieles a nuestra voz. Todo lo que buscamos está todavía al alcance: El beso que nos hace temblar, el filo de un atardecer que hiere los párpados, la lluvia que persigue como una deuda, el abrazo de una madre que no sabe de qué te salva, el vacío que deja una abuela al irse, el instante en que el ser se deshace, la agitación feliz del perro que te recibe.

Incluso el insomnio podría ser hermoso… si la noche tuviera el valor de llenarse otra vez de estrellas.