Se había vuelto una costumbre en las noches frías de altamar. Salía de su camarote mientras los demás tripulantes dormían y, envuelto en una gruesa manta, se limitaba a observar el cielo esperando su llegada. La llamaba “La dama de las nubes”. Cada noche a las 4:52 a.m, aunque el cielo estuviese completamente despejado, como si de un milagro divino se tratase, desde lo más alto del cielo, veía cómo una hermosa mujer descendía sobre una nube blanca y brillante hasta posicionarse a un lateral del barco, suspendida sobre el mar profundo. Su cabello negro, su rostro pálido y dulce, y su túnica blanca que parecía fundirse con la nube que la llevaba, la convertían en un ser irresistible ante los ojos de cualquier marinero, aunque por algún motivo desconocido, nunca nadie más la había visto.
Había intentado contarles a sus compañeros la rareza de lo que observaba por las noches, pero todo había culminado en risas y burlas. Los intentos de verla eran inútiles para cualquiera, pues solo se hacía presente ante él.
La primera vez, un océano de preguntas inundó su cabeza tratando de justificar su visión, alegando que se trataba de una alucinación producto del extenso tiempo en el mar y las escasas mujeres a bordo. La curiosidad lo llevó a salir una segunda vez en busca de la mujer misteriosa, y como el día anterior, ahí apareció. Luego una tercera, cuarta, quinta, hasta que cada día sin falta, a las 4:52 a.m, el salía de su camarote y se asomaba por un ateral, a la espera de la dama de las nubes.
Sus intenciones eran desconocidas. En sus encuentros, solo se veían fijamente durante 8 minutos, y a las 5 a.m., la bella mujer sonreía y se elevaba, volviendo hacia el lugar del que emergía.
Alucinación, espectro, locura, un deseo tomando forma física, fuera lo que fuera, el verla se había convertido en el mejor momento de sus días en altamar. Con el tiempo, dejó de responder furioso a los comentarios que lo llamaban loco, dejó de intentar convencer a los demás de la existencia de aquella mujer, dejó de cuestionar en su mente su presencia y, de hecho, aceptó la locura como una posibilidad.
A la mañana siguiente, cuando un compañero cuestionó su cambio de comportamiento, él simplemente lo miro y, con una ligera sonrisa sin dientes, dijo:
—El océano, el universo, al contemplarlos por suficiente tiempo, la locura se convierte en algo cotidiano, pero yo me pregunto, ¿Qué tan loco puedo estar si el producto de mi supuesta locura es lo único que me mantiene cuerdo?
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