Anhelo la comunión de una mano con la mía, un ancla tibia en el glacial mar de esta soledad sin orillas. Que el pulso ajeno sea un tambor diminuto contra la punta de mis dedos, un ruego rítmico, mientras la escarcha de la ausencia me corroe el alma.
Ansío ese latido.
Ansío la presencia de un corazón que sangre a la par que el mío.
Busco la prueba de que no soy la única astilla a la deriva; que existe un alma tan perdida como la mía que también necesita de este espectro para navegar el bosque y que nuestra mutua miseria sea, por fin, un lazo.
Y las espinas, tejiendo el manto de mi penitencia, son la única vestidura que no miente. La desesperanza se incrusta como un cristal afilado en el mismo barro donde mi rodilla se postra. Arrastro mi ser, mendigando en la tierra por un sorbo de vida, pero mi sed es una llama: si aprieto, la luz se asfixia, la flor se vuelve ceniza.
El ascenso al vacío es un rito sin testigos. Me he alzado hasta la copa, donde el aire se vuelve un cristal frágil y nadie más habita. Soy el centinela de un reino sin súbditos. Los pájaros pasan de largo, pero los cuervos me visitan; graznan, como mensajeros de lo inevitable.
Y mis lágrimas... ¡Oh, mi caudal perenne! Escapan del yugo de mis ojos para grabar surcos en la corteza. Son un diluvio silente, el alimento impío de este dominio. Riego el páramo de mi propia alma y, por cada gota de dolor, el árbol de mi agonía crece una pulgada más alta, condenándome a la máxima cumbre del olvido.
Este es el laberinto de sombra que mis manos han erigido, un páramo de ecos. Y mi corazón tiembla ante la atrocidad de su propia creación.
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