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La violencia estética toma un nuevo terreno: las infancias

Dec 15, 2025

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La violencia estética toma un nuevo terreno: las infancias
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Dicen que las infancias aprenden por imitación. No sólo repiten las palabras que los adultos utilizan, sino también las acciones que los adultos hacen. Tal vez por eso a las niñas les es más fácil jugar a la maternidad con bebés de juguete; porque, al crecer, vieron maternar a las mujeres. Los varones, en cambio, no imitan ese cuidado porque no suele realizarlo un hombre, al menos no en las dos últimas generaciones.

Pero hoy las infancias no solo están expuestas al entorno que sus padres deciden, sino que –a través del acceso a internet y a las redes sociales- tienen un historial infinito de acciones para imitar. Este portal son las redes sociales, y dentro de estas plataformas hay contenidos que no sólo incentivan su imitación sino que también crean microculturas de consumo que se tornan en formas de pertenencia. Y, entre todas las formas de pertenencia que crearon las redes sociales, una es el disciplinamiento y constancia del skincare. Rutinas eternas para el cuidado de la piel, donde el cuidado comienza a tocar sesgos de obsesión. Desde artistas musicales muy reconocidas que muestran su rutina de skincare en Vogue Spain, hasta creadoras de contenido con más de un millón de seguidores realizando hauls y reseñas de productos. 

Y, como se mencionó anteriormente, los niños aprenden más por imitación que por obediencia. En consecuencia, surge una generación de niñas, pre adolescentes y adolescentes que realizan, tanto en sus casas como en sus redes, videos de rutinas interminables de skincare y maquillaje, donde muchas veces los productos utilizados no son los adecuados para su edad. 

Este tipo de conductas surgen a partir de tendencias en redes sociales tales como “Vogue Skincare Routine” o trends como el GetReadyWithMe. Los hashtag como #SephoraKids, ##skincareforkids o #glowup generan millones de visualizaciones. A su vez, la comercialización de cumpleaños de niñas con temática de spa. Todo se presenta bajo la excusa de fomentar el cuidado. Pero vale detenerse en lo que no se dice alrededor de ese concepto: ¿qué significa realmente “cuidar” en este contexto? ¿De qué debería cuidarse la piel de una niña de tres o seis años? ¿Cuál es, en definitiva, el “peligro” que se construye para justificar estas prácticas?

Ahora, ¿qué pasa con una niña que a sus 9 años cree necesario tener que hacerse una rutina de skincare de millones de pasos? ¿Crece con la idea de ser insuficiente? ¿Cuáles son las implicancias psicológicas, sociales y emocionales de este fenómeno?

La mentira del cuidado en las mujeres

Antes de indagar en el fenómeno del skincare en edades tempranas, cabe hacer un breve recorrido acerca de cómo las mujeres llegaron al consumo excesivo de la industria cosmética. No es novedad que el género femenino busque insaciablemente una utopía respecto a la belleza y una fórmula que disimule el envejecimiento. Esto es el resultado de décadas de violencia estética, de dispositivos publicitarios y de transformaciones culturales que convirtieron a la belleza en una forma de adoctrinamiento. No hay que olvidar que, durante siglos, la “belleza” funcionó como un reaseguro de supervivencia: cuando la única vía posible era la herencia o el matrimonio, ser “bella” y joven no constituía una elección estética, sino una condición económica y vital. El mandato de “mantenerse joven” no surge de la nada. A partir de los años 90, la industria cosmética impulsó un marketing que convirtió al envejecimiento en un problema a resolver. El lenguaje de laboratorio –retinol, péptidos, ácido hialurónico- instaló la idea de que la edad podía administrarse si se consumían los productos correctos.

Ese discurso generó un nuevo paradigma: la mujer no sólo tenía que verse bien, sino que no se le permitía gestionar su envejecimiento libremente. En términos de Naomi Wolf, en El mito de la belleza, esto se expresa como el “requisito de belleza profesional”, una presión que obliga a invertir tiempo, dinero y energía para cumplir con un ideal estético y ser considerada socialmente válida. Ese imperativo funciona como adoctrinamiento porque actúa sobre la conducta, el deseo y la percepción del propio cuerpo.

Este régimen estético fue adoptando distintas formas. En los 90 las intervenciones estéticas existían, pero debían ser ocultadas y disimuladas. Así lo expresa la autora de La Estafa de la feminidad, Lucia Pasquinelli, al decir que “Si hasta principios del siglo XXI (…) la belleza debía ser ‘natural’ para tener valor”. Ese régimen empezaría a transformarse con la llegada de las redes sociales, donde la estética deja de ocultarse para convertirse en espectáculo, en disciplinamiento y constancia. La autora describe este giro cultural al señalar que hoy muchas figuras públicas “aparecen en redes sociales abrazadas a sus cirujanos… recomiendan sus servicios y muestran las maravillas de la transformación”. Lo que antes era privado —y hasta vergonzante— ahora es parte del capital simbólico: la intervención ya no se esconde, se exhibe. 

Con la llegada de las redes sociales, este proceso se enfatiza y se divulga de forma más rápida. Contenidos altamente viralizables que fomentan el consumo constante a través de algoritmos que premian la perfección visual, la rutina paso a paso. Oleadas de trends a los que la mayoría de los usuarios terminan replicando, lo que lleva al usuario a comprar un  nuevo producto para “no quedar atrás”. Microinfluencers y creadoras de contenido que lo basan en en probar, comparar y recomendar incesantemente. En este entorno, la belleza deja de ser un ideal estético para convertirse en una rutina sin fin, siempre con potencial de mejorarse, siempre incompleta. El skincare deja de ser cuidado para volverse gestión, corrección y mejora continua, reforzando la idea de que nunca alcanza, nunca es suficiente, nunca se llega. En términos de Lala Pasquinelli, la belleza actúa como un sistema que exige intervención constante sobre el cuerpo femenino, y que “rituales, hábitos y consumos” son maneras prácticas y funcionales de producir docilidad. 

Este tipo de contenidos digitales se volvió parte del ecosistema de las infancias. TikTok y YouTube está lleno de niñas y preadolescentes que muestran sus rutinas, que eligen productos de cosmética que no son adecuados para ellas, que comienzan a hablar de retinol o ácido hialurónico cuando ni siquiera deberían conocer esos lenguajes. Y no es solo una percepción sino un dato: las niñas de entre 7 y 18 años usan en promedio seis productos por rutina, muchos con activos irritantes y que el 76% de los videos más vistos contienen productos con potenciales alérgenos. Investigadores concluyen que apostando a este tipo de conductas tienen más riesgos que beneficios este tipo de conductas, además de ser innecesarias, costosas y dañinas para pieles en desarrollo. 

Cuidar la piel… ¿Cuidar la psiquis?

El maquillaje puede llevar a una pequeña adicción, o más bien una barrera a la que tal vez cuesta volver atrás. Es decir, una vez que alguien se acostumbra a salir de su casa con rimmel o tapa ojeras, es difícil volver a salir a cara lavada. Eso para mujeres adultas que, en teoría, ya se conocen. Ahora, ¿qué pasa cuando una niña de 9 años comienza a no poder salir sin sus cremas o su rimmel? El impacto de estas conductas lleva a que no sólo se comparen con el resto, sino que se genere una distorsión de la propia imagen y, en consecuencia, una baja autoestima. Ese es el núcleo del impacto psicológico: la imagen deja de ser algo propio para convertirse en algo que se administra. Según el Instituto de Neurología Cognitiva (INECO), cuando menores internalizan estándares irreales de belleza, “la evaluación del propio valor queda condicionada por la apariencia” y se consolida una autoestima dependiente del rendimiento estético. De hecho, la normalidad de estas infancias hoy en día son aquellas pieles sin texturas, sin poros, lo que puede generar mucha frustración cuando eso no se condice con la realidad de propia. Además del daño físico, hay un riesgo simbólico: los videos que consumen reproducen ideales aspiracionales asociados a la “piel perfecta”, instalando en ellas la idea de que deben gestionar, corregir y mejorar su imagen desde edades cada vez más tempranas. Lo mismo sucede con el uso de filtros al momento de sacarse fotos. Esto produce comparación constante, autoexigencia y vergüenza corporal, sobre todo en menores en proceso de formación de identidad que aún no diferencian lo digital con la realidad. La rutina no es sólo limpieza: es pertenencia, validación, necesidad de cumplir con un estándar. Y para una niña de 9 o 10 años, esa obligación estética llega antes de que exista una relación formada con su propio cuerpo.

Naomi Wolff denuncia un sistema que enseña que el valor femenino esta sujeto a normas estéticas, pero hoy estás normas son impuestas no sólo para las mujeres adultas, sino también para las infancias. Lo que lleva a pensar en la adultización acelerada de las infancias, las niñas ya no piden los maquillajes de las valijas julianas, si no mascarillas de Kooney, limpiadores faciales de CeraVe, y maquillaje de Mac, y se preocupan por cosas tan lejanas como las arrugas. Esto genera una pérdida de la infancia al insertar a niñas de 8 a 12 años en rituales que pertenecen al mundo adulto, no al infantil. En este contexto, nace un nuevo trastorno: la cosmeticorexía. 

Definida como la obsesión compulsiva por la belleza y cuidados estéticos, aunque no es un diagnóstico oficial, describe lo que sucede en las infancias: ansiedad si no cumplen una rutina, miedo a “verse mal”, acumulación de productos que no necesitan y preocupación por arrugas inexistentes.

Infancias con uso compulsivo de skincare presentan conductas con patrones: repiten pasos en un orden fijo y sienten ansiedad si omiten alguno. Se angustian si no pueden realizar la rutina antes de salir de su casa. Este tipo de consecuencias emocionales se lo atribuyen más a trastornos compulsivos que una práctica estética. De hecho, durante la adolescencia y pre adolescencia el cerebro es muy sensible a los circuitos de recompensa. Cuando una infante recibe halagos, se activa el estímulo de la dopamina, lo que puede llevar a que se convierta en un hábito repetitivo en búsqueda de esa recompensa. La cosmeticorexia no tiene de fondo fines estéticos, sino que se la puede percibir como una forma más de jugar, de experimentar el mundo desde la curiosidad y el desorden, la rutina estética ocupa ese espacio 

Un mercado que oprime, no ayuda

La industria y el marketing de los cosméticos pasaron de ignorar a las infancias a convertirlas en un nicho de potenciales clientes. Porque, cuando se habla de intereses económicos mucha ética detrás no hay, menos cuando en el último año el mercado global de cosméticos infantiles alcanzó los 1.600 millones de dólares. En 2023 Sephora, marca internacional de cosméticos, encontró que los clientes de entre 9 y 12 años se duplicaron en cinco años.

Es ahí, entonces, cuando la industria vio oportunidades y comenzaron a generar campañas publicitarias que fomenten el uso de skincare infantil. Marcas como Drunk Elephant, Bubble y Sol de Janeiro se viralizaron en redes sociales, sobre todo en niños. Y lo que hicieron estás marcas fue reforzar su comunicación para fomentar este nuevo consumidor:  Bubble, por ejemplo, diseñó envases pastel con tipografías redondeadas y slogans formulados para un público menor.

También el surgimiento de nuevas marcas. Por ejemplo Rini, la marca de Shay Mitchell (actriz canadiense reconocida por su participación en Pretty Little Liars) quien lanzó su negocio de cosméticos, especialmente para niños. La misma, valga la aclaración, no tuvo buena repercusión en redes sociales. Sus productos incluyen mascarillas de hidrogel, versiones aftersun y modelos con forma de animales pensados incluso “para antes de ir a la escuela”. 

Shay Mitchell Launches Rini, a Skin Care Brand for Children

Otra forma de comercialización de esta tendencia son los famosos spa de nenas, desarrollados como eventos de cumpleaños, donde las dinámica de actividades es realizarse desde mascarillas hasta colocarse pepinos en los ojos, pasando por el esmaltado de  uñas y mucho más. Todo bajo la idea de algo lúdico, que de fondo perpetua disciplinamiento y una búsqueda inalcanzable. 

Lala Pasquinelli también  apunta a la crítica de la industria cosmética como un sistema con intereses económicos:“Durante 2022… la industria cosmética facturó cincuenta y dos mil millones de dólares”. Este dato revela que la belleza dejó de ser un discurso simbólico para convertirse en un mercado que necesita consumidores nuevos para sostener su crecimiento, y ese crecimiento consta de imponer ideales estéticos inalcanzables. En este nuevo escenario, las niñas representan el próximo territorio disponible.

El cuidado integral primero

El skincare dejó de venir en una valija rosa con el nombre de Juliana y ahora se convirtió en el sintoma visible de un sistema que aprendió adelantarse a los deseos. Lo que pertenecia sólo al mundo de las adultas – la administración del tiempo, la búsqueda de la perfección, la idea de que siempre es inalcanzable-, hoy esos problemas se infiltran en las infancias con naturalidad.  Pero cuando una pre adolescente siente que necesita una rutina de belleza para arrancar el día, para postear en sus redes o pertenecer, lo que está en juego ya es su decisión y percepción sobre el cuerpo.

El desafío hoy no es, entonces, sólo ser conscientes del daño, sino desarmar la lógica que naturaliza que una niña administre su cuerpo como si fuera un proyecto en construcción. Defender las infancias implica devolverles lo que el consumo de redes sociales y la industria les sacó; el derecho a no saber de arrugas, de retinol, de rutinas eternas que dejan de ser lúdicas. Implica recordar que la piel no es un currículum visual, que la autoestima no debería depender de un sérum y que crecer no puede es sinónimo de corregirse.

Si no frenamos este avance, la pregunta ya no será por qué las niñas quieren skincare, sino qué tipo de mujeres estamos formando cuando la primera lección de identidad es aprender a sentirse insuficiente.

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