mobile isologo
buscar...

La crisálida de Ben

Mar 29, 2024

63
La crisálida de Ben
Empieza a escribir gratis en quaderno

Benjamín Oyarzabal se enamoró de la nena más linda de su aula. La descubrió mientras transitaba el primer grado. Y muchas fueron las veces en las que soñó con darle un beso en la mejilla, compartir con ella una mesa en el salón, abrazarla sin motivo, de repente, sin más, sólo para tenerla cerca un instante; musitar un secreto en su oído mientras la señorita se esforzaba por dejar clara la lección. Era un amor inocente. El más puro. El menos correspondido. 


Muchos años después, ya de mayor, Benjamín cuestionaría deliberadamente la unilateralidad de algunos amores. Alegaría que ese soliloquio amoroso no tiene fin ni objeto ni destino. Es sólo una dolorosa experiencia para aquel que tiene el corazón henchido de amor y que sólo recibe del otro la carnosa, impenetrable e implacable piel del rechazo. Es un camino que otorga muchos aprendizajes, sí. Pero, a su vez, es un obstáculo que bien se podría evitar. 


Desde muy pequeño, Benjamín se topó con la dura realidad: la flor de su amor no podría jamás crecer en un terreno yermo. Lo comprobó cuando sus cartitas no eran recibidas, cuando sus declaraciones sentimentales se volvieron motivo de burla y de cruel satirización, cuando no era invitado a los juegos de patio porque la nena no se sentía cómoda al tenerlo cerca. Sin embargo, en el momento en que lo entendió con más claridad fue en aquel acto escolar de cuarto grado. 


La maestra de música, la señorita Solange, distribuyó un par de parejas para bailar el minué ¿Y quieren adivinar con quién le tocó a Ben? Sí, con la nena que le gustaba. En aquel momento lo vio como un guiño del destino. No obstante, lo que más recuerda es la incomodidad de los ensayos, el trémulo de sus piernas, las manos sudorosas, el pálpito acelerado del corazón, la indiferencia de ella. Recuerda la mofa de algunos de sus compañeritos. Las risitas cómplices que habían visto sus sentimientos desnudos, inermes ante el escrutinio público. 


Él estaba ahí, tomando la mano de la nena que más le gustaba en el mundo conocido. O sea, los muros que constituían su salón de clases. Es curioso. La imaginación de un niño es un universo en constante expansión, un respaldo singular a las teorías de Stephen Hawking. Pero su mundo, por el contrario, se podría acotar a unos cuantos lugares: el salón de clases, el club, la casa de los padres o de los abuelos, el parque, el baldío con los arcos de palo, etcétera. Para Benjamín esa nena era su único amor en el mundo, y de acá a cien mil años, la única que podría aspirar a tocar su alma con la yema de los dedos.


Se equivocó enormemente. La vez que bailó con ella el minué en aquel acto escolar fue la única y la última vez que le tomó la mano. Y fue necesario. Ahí supo que no era posible. Le dolía. Pero era muy joven para imaginar amores eternos. Más tarde descubriría que incluso de adulto es imposible imaginarlos. Mucho menos si no se tiene el aval del otro para construir ese sendero mágico que conduce al amor. La correspondencia es vital. Es la única forma de sentirse verdaderamente enamorado. De otra forma es sólo un capricho. 

Ben se dió cuenta que al sostener esa inútil ilusión se había vuelto un tanto porfiado y un cabezón envenenado de cabezonería. La unilateralidad del amor es algo a lo que todos estamos expuestos. Muchas veces no hay ninguna chance de match. Y no se trata de perseverancia, a veces hay que dejar ir las cosas. Incluso aquellas de las que estábamos plenamente convencidos de que sí eran posibles.


Benjamín comenzó la secundaria. Ya con 12 años la vida comienza a tener otro sabor, otro tinte. Las curvas comienzan a ponerse más sinuosas y los caminos más empinados. La capacidad de discernir entre lo que está bien y lo que está mal comienza a ser una prueba a los límites previamente establecidos por los padres. Emerge inevitable la soberbia del “yo lo sé todo” y del “no me importa lo que digan los demás”. ¿A quién no le pasó? Cuando te decían “te falta calle, pibe”. Y uno salía a caminar con los amigos sin rumbo, a tomar alcohol en los cordones de una calle cualquiera, a tocar el timbre de casas ajenas y pegar una huída gloriosa, de fumar en la glorieta de algún parque y sentir el impacto de luces diversas, brillantes y coloridas. Todos estos esfuerzos para sopesar aquella falta eran en vano. A lo que se referían era a la experiencia de vida, lo de la calle es sólo un símbolo. Va más allá de ponerse pedo y un tanto drogui. Se trata de sacarle provecho y beneficio a las experiencias que nutren la vida. Y esas, no necesariamente se buscan, a veces se dan. Sólo hay que estar atento. 


En la adolescencia el cuerpo cambia tanto que uno pierde el dominio de su propia geografía y se desvanecen los rasgos infantiles que habían sentado sus bases en el rostro. Se fugan no se sabe dónde. Permanecen entre los recuerdos nostálgicos de las madres y los territorios estáticos de las fotografías. A Ben le decían que había conservado los labios. Aunque todo a su alrededor había cambiado: un bigote enclenque había surgido por encima del labio superior, una mandíbula fuerte y definida comenzaba a manifestarse, una nuez de Adán prominente se había erigido en su cuello. Su cuerpo flacucho y pequeño de pronto pegó un estirón y un poco de músculo comenzó a rodear sus huesos. De a poco dejaba de ser un niño para convertirse en un muchacho. Benjamín había cambiado muchísimo. 


La ilusión con la nena más linda del salón de clases le duró hasta cuarto grado. Cuando llegó a sexto, un rescoldo de ese amor se hizo presente en el viaje de estudios. Pero prontamente fue sepultado por una atracción singular hacia otras nenas que le parecían hasta incluso más bellas que ella. Hacia el secundario, su sentimiento por las chicas había evolucionado. De pronto comenzó a sentir calores en zonas inusuales. Esos pequeños focos ígneos le develaron que todo su cuerpo crepitaba ante la proximidad femenina. Y eso, lejos de disgustarle, le causaba muchísima curiosidad. 


Si Ruben Darío se lo hubiese pensado hubiera dicho: “juventud divino quilombo”. Eso tenía Ben, una tremenda turbulencia en la cabeza. Sumado a esas picazones que no sabía de donde venían. Y le daban a toda hora y en todo lugar. A veces lo avergonzaban. No las entendía del todo. Estaba justo en la frontera entre el niño que supo ser y el pibe calenturiento que le pronosticaba el futuro inmediato.

Todos estuvimos en ese momento. Quizás no todos lo recordamos. Es un instante único. No tiene parangón con nada más en la vida. Es la infancia que se cierne al borde del abismo. Y del otro lado, nosotros intentando sostenerla desesperadamente. Después de tanta puja entre la fuerza imposible del abismo y nuestros brazos ya exánimes, algo desde adentro nos impulsa a cometer ese homicidio inevitable, a dejarla ir sin mirar atrás. Esa frontera es única, y a ella no se vuelve nunca.


Así fue creciendo Benjamín, yendo de flor en flor, como las mariposas. Buscando el amor y la satisfacción de esas nuevas urgencias. Alguna vez Ben leyó que las mariposas necesitan de una sola planta hospedera para vivir. Es decir que sólo pueden alimentarse de una sola especie o de alguna que pertenezca a la misma familia botánica. Esto le llevó a pensar que si tenía un tipo de flor en particular la mariposa estaría muy cerca y viceversa. 


Su fascinación por las mariposas provenía de su belleza, de su significado y de sus beneficios para el ambiente. Sus familiares lo denominaban “el loco de las mariposas”. Y quizás no le molestó darles la razón cuando comenzó la construcción de un incipiente mariposario. Algo en él se sentía como las mariposas. Estaba en la búsqueda de esa flor con la cual deleitarse. 


Su precoz desilusión en el amor le había dejado una sensación de revancha, de necesaria redención. Y a por ello iría. 


Su primer beso fue con Estefanía, una compañera del curso, delgada, auténtica, siempre frontal. No le gustaba andar con rodeos. Y así fue que sin ningún tipo de dilación le propinó un beso que pareció un secuestro. A Ben no le gustó nada, pero para toda la vida ese sería su primer encuentro de labios. “Una cagada”, pensó. El beso fue como un martillo impactando un clavo. Como patada de loco. Un beso sin compromiso, sin magia, sin nada. Tenía 13 años en ese entonces y se convenció que después de aquel no podría haber otro peor. 


Al siguiente año se encontró con Malena, la prima de su amigo Mariano. Durante un tiempo mantuvieron una gran cordialidad, un esfuerzo sobrehumano por mantener el mote de “amigos” sin terminar en la banquina. De nada les sirvió. En la esquina de una casa de té, a la que habían acudido con el pretexto de charlar sobre su interés afín y que podría ser objeto de estudio para una tesis: “cómo el rap en español había llevado al siguiente nivel aquel movimiento iniciado en el Bronx”, Ben y Malena sucumbieron a la tentación. Al fin pudieron terminar con la intriga que existía entre la boca de uno y la boca del otro. El final de esa injusta veda y de ese destino de amistad que los convertía en espectadores pasivos de la ocurrencia maravillosa de los labios colocados en sus rostros. El beso fue espectacular. El momento nunca tan adecuado. 


A Ben se le ocurrió pensar en las virtudes de la ingeniería corporal. Todo encaja, como los rastis. Los labios y las lenguas pueden entrelazarse. Durante un abrazo, los brazos pueden fundirse con la espalda del otro, los plexos pueden estar unidos sin perturbarse, las cabezas pueden caber entre los hombros y el cuello. Otras partes también encajan de manera perfecta, pero Ben se sonrojaba de sólo pensarlo. 

Sus reuniones y arrumacos furtivos duraron muy poco: el tiempo que le costó a su amigo Mariano descubrir lo que estaba sucediendo con su prima. Muy poco le tomó a Benjamín cambiar besos por una comisura sangrante. Mariano le propinó un misil teledirigido devenido en piña que lo hizo recular. Eso de pelear por el amor, sin considerar la opinión ajena, sin importar las diferencias sociales, económicas, étnicas, religiosas y culturales son para otra historia. A Ben le importó más la paz con su amigo que el amor de Malena. Descubrió que no estaba tan enamorado como para desechar una amistad. La chica le gustaba, pero no estaba dispuesto a emprender una guerra de madrazos con Mariano sólo por ella. Esta decisión a Malena le importó menos que un rábano. Pronto Ben concluyó que ella amaba mucho más el secretismo de su relación que a él. Y por si le quedaba alguna duda, Malena y su relación con el hijo del dueño de la casa de té que otrora frecuentaban, se las despejaron para siempre.


A los 15 años, Benjamín se encontraba cuidando orugas cuya metamorfosis las convertiría en mariposas “espejito”. A esa edad ya se había probado en el amor y sentía una derrota a medias. A medias porque consideraba que sus encuentros con esas chicas le habían enseñado lo que no quería de una relación. Además había entendido que “gustar” no es lo mismo que “amar”. Lo entendió cuando no sintió ese cosquilleo del que tanto hablaba su madre. 


A propósito, la mamá de Ben lo había anotado en un curso de inglés porque consideraba que dominar un segundo idioma mejora las competencias laborales. Su madre veía al futuro asomar la cabeza por la medianera. Él, por más que aguzaba la vista, no podía verlo. Para Ben esto era un martirio ya que significa dedicar tres días de la semana a estudiar un idioma extranjero. O sea, no parar de estudiar ni un solo día. ¿Y el fin de semana? Mejor ni lo pensaba. Lunes, miércoles y viernes por la tarde, así estaba organizado el itinerario del futuro políglota sin vida social que, en consecuencia, no podría hablar con más nadie que no fuera él mismo para poner a prueba sus destrezas idiomáticas. Así de catastrófico era en la cabeza de Ben. Pero para que su madre estuviera conforme, lo haría sin chistar. Durante los días de clase lo pasaría a buscar una kangoo de una vecina que estudiaría con él en el mismo Instituto. Qué conveniente, pensó Benjamín mientras comenzaba a entender de dónde había surgido la idea de su madre. 


El lunes por la tarde esperó el arribo de la camioneta que lo depositaría en el Instituto. Masculló unas tantas quejas y groserías en el living de su casa hasta que escuchó la bocina. Tomó su mochila, cedió ante la exigencia de su madre del beso en la mejilla y abrió la puerta. Realizó pasos cortos y dubitativos por el césped. Se preguntó unas tantas veces cuál sería el escape perfecto y no obtuvo respuesta. Estaba condenado a estudiar más de lo debido. A aprender inglés para desarrollar “mejores competencias laborales”, sea lo que sea. 


Al ingresar a la kangoo tuvo la revelación más maravillosa de su corta vida. La chica con la que estudiaría inglés en el Instituto era bellísima, casi celestial. Llevaba una falda corte tipo A de distintos tonos grises que resaltaba sus inmaculadas piernas, una blusa blanca, collar y aretes de oro. Su rostro parecía cincelado y sus cabellos rubios como si un rayo de sol descendiera sólo para iluminar su cuero cabelludo. Benjamín quedó atontado, casi no pudo saludar. Quería disimular, pero su conmoción era evidente. 

Cuando la camioneta arrancó, él se encontró sentado al lado de esa chica. Sólo supo su nombre cuando su mamá le pidió que le alcanzara los anteojos de sol. Benjamín respiró aliviado. Pensaba que el seño fruncido de la mujer era producto de su descortesía reciente. Casi no pudo decir nada. Quedó como paralizado. Y en realidad lo que sucedía era que los rayos que refulgían a través del parabrisas le estaban dificultando la visión. La chica se llamaba Ángela y no se la podría sacar de la cabeza en toda la semana, en todo el mes, en todo un año. 


No cruzaron demasiadas palabras en todo un año. Ni en la ida al Instituto ni en la vuelta a casa. En las clases sólo se hablaban en inglés para practicar. Para Ben esto los hacía aún más lejanos. Las conversaciones en la lengua materna eran tan difíciles como picar una piedra con un martillo de hule. Y en el anhelo de escuchar la melodía de su voz, se conformaba con un: “Do you like coffee?.” 


A sus 16 años, Benjamín había observado atentamente la metamorfosis de sus mariposas. Muchas de ellas vivieron y perecieron en su jardín. Otras emigraron y llevaron su amor y dedicación para con ellas hacia flores lejanas. Pensarlo lo conmovía. En ocasiones se detenía a pensar en cuántas habrán encontrado el camino de regreso a su jardín y él jamás se dió cuenta. Cómo distinguirlas a todas. No es que estuviera poniéndoles nombres ni nada de eso. Sólo conservaba la fe de que sus mariposas lo reconocieran a él. Aquel año tenía nuevas orugas que estaban formando su crisálida y esperaba ansioso ver su cambio. 


Una tarde de domingo, Ben estaba batallando duramente con los verbos irregulares. Y la de reveses que le estaban pegando era terrible. Su madre lo notó y desde el umbral de la puerta de su pieza le recomendó solicitar la ayuda de algún compañero que tuviera más dominio de la lección. Esa solución la estaba barajando desde hace rato y sabía muy bien quien podría ayudarlo a comprender mejor. Ángela vivía a cinco casas de distancia. No tendría inconvenientes para venir. Salvo que estuviese ocupada o que no contara con las suficientes ganas como para compartir un domingo con él. Si es por la conversación, no habría problema. De todos modos iban a continuar hablando en inglés. Podrían hacer como si estuvieran en el Instituto. Sin pretensión de compañerismo, amistad ni ningún otro tipo de rollo.


Benjamín le escribió un mensaje a Ángela. Este contenía su desesperada solicitud. Después de unos cuantos minutos respondió afirmativamente. Ben preguntó en cuánto podría venir. -En 15 estoy-, respondió Ángela. Fueron 15 minutos eternos que en realidad llegaron hasta los 21. No juzgó la impuntualidad. Cuando tocó el timbre de la entrada, Ben salió presuroso a su encuentro, abrió la puerta de entrada y la vió. Iba de jean con una camisa roja y un aroma a acacias que sólo él, un amante de las plantas y las mariposas, podía distinguir. Ángela saludó a los que estaban en el interior de la casa y acompañó a Ben a su pieza. Una vez allí, ella parecía inspeccionar detenidamente cada rincón del cuarto. Ben concluyó que un par de pósters de futbolistas y raperos, unos botines llenos de caucho y otro montón de boludeces no decían nada interesante de él. Entendió que no se diferenciaba demasiado de los pibes de su edad. Sin querer uno se convierte en lo que más desdeña. En su caso, uno más en la muchedumbre. 

Ángela debe haber tardado menos de cinco minutos en descubrir la desorientación de Benjamín. Y un poquitito más en descubrir que la jornada sería más ardua de lo que imaginaba. Pasadas las nueve de la noche, Ben cabeceó los primeros centros. Se hacía tarde, Ángela debía volver a casa. La mamá del dueño de casa se paró en el umbral de la puerta para saber cómo iban las cosas y al recibir respuestas positivas invitó a la chica a comer. Ben sabía que su madre hacía las cosas por pura cortesía, aunque ese día no pudo esquivar la idea de que a veces quería perjudicarlo. Su compañera de estudio aceptó gustosa y avisó a su madre. 


Ambos bajaron a la sala de estar. Ben no sabía cómo iba a remar semejante situación. Lo consternaba el hecho de que en todo un año lo único que sabía de Ángela era sus excelentes condiciones para el inglés. Salió al patio para tomar aire y ver cómo seguía su mariposario. Él no se dió cuenta, pero su compañera lo había seguido. 


La expresión de ella ante el jardín y, sobre todo, ante el mariposario iban más allá del asombro. -¿Esto es tuyo?-, preguntó. Benjamín movió su cabeza en señal afirmativa. Quizás para Ángela había un contraste muy grande entre el jardín, el mariposario y los pósters que colgaban de las paredes de la pieza, los botines llenos de caucho y el resto de boludeces. Cautivada por su belleza, la chica se acercó más a la estructura. Esta había quedado bastante decente. Toda la familia había contribuido. A pesar de que consideraban que era “el loco de las mariposas” tuvo un gran apoyo en su hobby. Ángela percibió esa dedicación, compromiso y amor puesto en el trabajo. La parte de su rostro que se encontraba iluminada por la luz prístina del viejo farol del patio se veía realmente conmovida. 


Sin querer ni proponérselo, el atrevimiento de Ángela hizo que la cena fuera muy interesante. La construcción del mariposario ocupó un enorme porcentaje de la conversación. Benjamín casi no tuvo que sonrojarse por los detalles cursis que mencionabansus padres. A fin de cuentas, había logrado que su compañera hablara algo más que el inglés. En la lengua materna sus palabras eran muy melodiosas. Sus pausas, sus silencios y su dicción eran impecables. Ben ya no se la jugaba tanto. Sabía que Ángela le gustaba pero para amarla tendría que averiguar si ella sentía lo mismo por él. 


Terminada la cena, Ben acompañó a su padre a dejar a la chica en su casa. Al bajarse del auto, ella esbozó un “nos vemos mañana”, seguido de una sonrisa que marcaba los hoyuelos en sus mejillas. A Ben le dió un vuelco el corazón y otra vez no pudo ocultar su conmoción. 


Benjamín y Ángela comenzaron a compartir más que las clases de inglés en el Instituto. Ya no iban en la kangoo, ahora tomaban el colectivo que los dejaba a un par de cuadras. En algunas ocasiones, durante la ida, decidían ir a pie para que el trayecto durase más tiempo. Pronto se hallaron compartiendo ideas, sueños y proyectos. También compartían salidas: shopping, cine, bares, discotecas. Todo iba por buen camino. Lo único que le preocupaba a Ben era que no pasaban de la amistad. Una vez, envalentonado por el alcohol y las luces locas de la discoteca, intentó acercarse a Ángela en plan de robarle un beso. Sin embargo, se contuvo. Se acordó de la experiencia con Estefanía. Y para eso es preferible pegarse un martillazo en la boca con los labios fruncidos hacia adelante. 

Lo peor ocurriría después. Ángela se puso de novia en la víspera de su cumpleaños número 17. Benjamín tuvo que ocultar sus sentimientos y fingir demencia. No tenía que mostrarse afectado. Su amiga en estado inmodificable, había pasado mucho tiempo con él y casi que le sacaba la ficha como si se tratase de una adivina y no de una adolescente irremediablemente enamorada. Y antes que dejarse en evidencia, decidió tener el yelmo bien puesto para que no se vieran sus verdaderos sentimientos. 


Después de un tiempo postengándose, Ben consiguió una novia. Paloma le quitó de encima algunos fantasmas de su idilio con Ángela y también su virginidad. Benjamín se recordó solo con Paloma en la casa de sus padres. Recordó su cuerpo completamente erecto y esos calores apoderándose de él por completo. Recordó la franca desnudez de Paloma, sus senos al aire, su sexo descubierto ante él. Recordó cómo intentaba arrastrarse por sobre su cuerpo, dentro de él. Recordó su descarga, el alivio y el dolor. Recordó el rostro brillante de Paloma, su serenidad y su deseo. Recordó las repeticiones, un tanto mejores que la inaugural. 


Ben intentó olvidar a Ángela. Con Paloma su cuerpo estaba satisfecho pero su corazón sobrepasaba la inquietud. No faltaron las oportunidades en las que casi derrapa. En que casi manda todo a la mierda. En las que casi se pelea a muerte con el novio de Ángela, deja a la pobre y desdichada Paloma y huye con su verdadero amor. Pero le agarraba la culpa. No podía ir en contra de la felicidad de su amiga. No podía abusar de la inocencia de Paloma en todo ese embrollo. Estaba hasta las pelotas. Un día, harto del asunto, decidió cortar por lo sano. Dejar a Paloma le dolió en el alma, sobre todo por lo vivido. Al igual que con el beso de Estefanía, ella fue su primera vez y eso nunca se olvida. El candor de su cuerpo estará impreso en su piel por siempre y quién sabe cuándo recogerá las esquirlas de esa pasión. Quizás los tiempos de necesidad y ausencia lo harán pensar en ella. 


Benjamín ya tenía 22 años y estaba por terminar la carrera de programación. “Una cosa locas de computadoras” decía su madre sin entender de qué iba a vivir. Ese año, Ben crió su última camada de mariposas. Ese mismo año había probado con las mariposas monarcas. Sabía que era la última camada ya que después de recibirse lo esperaba un trabajo en Madrid. 


No quería trabajar totalmente en remoto y prefería vivir cerca de la empresa que le brindaba la oportunidad laboral. A parte se podría mover por Europa, conocer culturas y lugares diferentes. Al fin y al cabo le podría sacar provecho al inglés. Su madre no se equivocaba, nunca lo hacía. 


En su última tarde en el país, Benjamín se encontraba limpiando el mariposario. Ya había liberado al último contingente. Algunas estaban posadas en las flores colindantes y otras habían emigrado. Le sorprendió no encontrar crisálidas que no hayan llegado a término. En la naturaleza sólo el 30% de las mariposas llegan a convertirse en adultas. Esto es debido a la intemperie, las plagas, los parásitos. En un mariposario, es decir, en condiciones controladas y supervisadas, el 85% lo logra. Eso le sorprendió. Que la totalidad de las orugas hayan conseguido convertirse en mariposas, era algo inusual. Quizás era la especie, siempre había cuidado de las mariposas “espejito” y este era su debut con las monarcas. 

Cuando se disponía a terminar, se encontró con una sola crisálida cerrada. Sintió pena. De todas sus hermanas, esta es la única que jamás desplegará sus alas. A modo de compensación, Ben decidió rendirle un pequeño honor. La envolvió en una servilleta y la guardó delicadamente en una cajita azul, procurando que allí estuviera a salvo. 


Después de limpiar el mariposario, Ben se concentró en las valijas. Seleccionó todo lo indispensable, por lo demás decidirán sus padres. A Benjamín le intrigaba saber en qué se convertirá su cuarto: ¿en un gimnasio?, ¿en una sala de lectura?, ¿en un hospedaje para estudiantes? Incluso se atrevió a pensar en la posibilidad de que ese cuarto lo espere intacto, listo para acogerlo como lo hizo siempre. Quizás su cuarto esté ahí incólume cuando los españoles le peguen una patada en el orto o cuando él no resista más la distancia. Sea como sea, se despidió de él en su organización actual y lo alojó para siempre en sus recuerdos.


Las despedidas son una combinación imperfecta de mocos, lágrimas y buenos deseos. En el pasado las despedidas de los que se iban al extranjero eran posta. Hoy se puede sopesar la ausencia física con videollamadas. Algo un poco más cercano que las cartas, pensaba Benjamín. Ángela asistió a despedirlo en el aeropuerto, sin su novio, al que su mamá desaprobaba enormemente. Ben pensaba que su amiga se había tomado muy a pecho el tema de ir contra la corriente. Es muy de pibe. De grande se vuelve más difícil y se acerca inevitablemente a la pelotudez. Quizás lo amaba realmente y no podía soltarlo. O quizás no sabía cómo y sentía la obligación de sostener durante más años una relación que se catapultó hacia la eternidad durante la adolescencia, pero que se quedó estancada en menos de ¼ del camino. Todo podía ser. Benjamín abrazó a su amiga con la mente en blanco, sin más prejuicios, dejándose colmar por todo el amor que jamás le confesó. Como último regalo antes de volver a verla, sacó del bolsillo de su mochila la caja azul en la que había guardado la crisálida. No fue capaz de decírselo en ese momento, pero así sentía el amor entre ellos: como una mariposa que jamás pudo abrir sus alas. Sin más, Benjamín se fue.


Al llegar a Madrid, Benjamín encontró un apartamento en Avenida Alberto Alcocer. El lugar era confortable y completamente suyo. En un chasquido de dedos, y unas cuantas horas de viaje, había pasado de vivir con sus padres a estar residiendo solo en un país extranjero. Sentía una excitación inusual. Una emoción que le surgía muy desde adentro. Luego concluyó que ese era el poder de la emancipación. 


Quería ver todo lo que pudiera de Madrid, de España, de Europa, aunque debía mantener la mesura. Por el momento no había generado ni un duro. Debía comenzar a trabajar. Antes de arribar al Aeropuerto Internacional de Madrid, Benjamín se había contactado con sus empleadores. Debía organizarse con los servicios, sobre todo con el internet. Su trabajo sería híbrido, sólo tendría que acudir a la oficina los días de reunión. 


La empresa se encontraba asentada en el Paseo de la Castellana. A Benjamín le habían comentado que muy cerca estaba el Santiago Bernabeu, estadio del Real Madrid. Como amante del fútbol le hacía mucha ilusión conocer el campo de juego de la institución más grande del planeta. 

Y así fue transcurriendo el tiempo, Ben se fue enamorando de la capital española, de sus comidas, de sus monumentos, de sus calles, de sus mujeres. Una tarde otoñal se citó con una tal Romanela en la fuente de Cibeles. Su acento gallego no lo cautivó tanto como su aliento fresco acariciando sus oídos, como sus nalgas propulsándose sobre sus muslos, como sus mejillas tan cerca de rozar sus aductores. Todas esas tarde-noches de placer, se quedaban mirando el techo, como si no hubiese más nada que decir. Como si sus devenires no fuesen lo suficientemente exóticos como para aprender algo más. Sus sexos eran los únicos medios idóneos para mezclar sus culturas. No había más narrativa que aquella que podían inventar en la cama, en el sillón, o en el lavabo, frente al espejo del baño. Entre ellos no había nada más que eso.


Durante un largo tiempo Ben salió con una alemana que residía en Madrid. Ser dos jóvenes en un país extranjero los unió. Les permitió compartir historias y experiencias de sus tierras. Se encontraban en la añoranza de sus orígenes, que aunque disímiles, los asemejaba saber que sus sentidos de pertenencia estaban en otro lugar. Frida, ese era su nombre, vivió la mayor parte de su vida en Herzogenaurach, tierra de los hermanos Dassler, creadores de dos de las marcas deportivas más grandes del planeta: Puma y Adidas. Vivía en un pueblo transido por una irreconciliable relación entre hermanos y sus dos empresas exitosísimas. A Benjamín esto lo hacía pensar en la Argentina. Con cuántas dicotomías convive el país: federales-unitarios, peronistas-radicales, azules-colorados, Boca-River, derecha-izquierda. De algún modo entendía de qué se trataba. 


Su relación fue linda, tierna, cordial. Ben sentía un enorme cariño por Frida y viceversa. Se dedicaron a conocer el viejo continente y a acumular hermosos recuerdos juntos. Sin embargo, el corazón de Benjamín se hallaba incompleto. Algo le faltaba y esa sensación lo hacía enojar. Lo hacía sentir como un inconformista detestable. Cuando estaba con Frida podía demostrar la felicidad que le causaba su presencia, pero en sus momentos de soledad se la replanteaba.


Un día se encontraba tomando un café en un bar de Galicia, con los ojos colmados de paisaje, con el pecho repleto de dudas. Cuando se dispuso a tomar la taza con su mano derecha, nota que una mariposa monarca se posa en el borde de la misma, con sus patitas delgadas descansando en la cerámica. Ben ya tenía 30 años, hace mucho que no se dedicaba a su hobby: la cría de mariposas. Sin embargo, su respeto y cariño para con estas criaturas seguía intacto. La observó detenidamente. Era una mariposa fuerte y colorida. Su encuentro duró apenas unos segundos pero a Ben lo hizo pensar largamente en el pasado. 


En el entresijo de los tiempos anteriores un nombre surgía, el de Ángela. Él se había enterado que su amiga había terminado su relación de 11 años. Su madre nunca había aprobado a su novio y seguro ella terminó por tener la misma desaprobación. Hace un tiempo que no hablaban, pero Ben sabía que ella andaba de relación vacía en relación vacía. También había escuchado que, a pesar de la separación, aún mantenía encuentros furtivos con su ex. Un esfuerzo tremendo por avivar las últimas cenizas del fuego que otrora los unía, que más que fuego, siempre había sido un chispero. Ben entendió en ese instante que su corazón siempre  había preferido a Ángela. Para él no había nadie más. El encuentro con la mariposa terminó por convencerle de lo que tenía que hacer.  


No fue fácil terminar con Frida. A diferencia de lo que sucedió con Malena, Ben no pudo ser indiferente ante la decisión de terminar con todo. La relación con su novia alemana había sido mucho más profunda y entrañable. Siempre se había referido a Ángela desde la amistad. Jamás le reconoció a Frida sus sentimientos reprimidos. No tendría que haber ninguna sospecha de su parte. Y aunque la hubiese, aunque sus torpes palabras hubiesen develado algo más que el mero sentido de una amistad, pedir su comprensión hubiera sido demasiado pretencioso de su parte. Sólo podía marcharse, deseando para ella vientos mejores. 


Ambos lloraron. Ben supo que amar a dos personas distintas es completamente posible. Aunque aquella vez le tocó medir fuerzas que tiraban de su corazón.


Cuando arribó a la Argentina había dejado su apartamento con todas sus pertenencias, había abandonado a Frida, había dejado trabajos incompletos para los cuales no tenía una buena explicación. Al llegar al país no pensó en pasar por lo de sus padres para saludar, ni siquiera se le ocurrió avisarles. No pensó en los amigos que llevaban meses sin verlo, con los cuales  había quedado en hacer un partidito con un digno tercer tiempo. Había llegado con lo puesto. Sólo llevaba una mochila que apenas tenía una muda de ropa. Sus pensamientos estaban con Ángela, lo estuvieron siempre. Se sentía un poco loco, sobre todo cuando pensaba que una mariposa lo había invitado a volver. Pero ahí estaba. Tenía el dato de que Ángela había regresado a lo de sus padres luego de su separación. En los últimos dos años no se había molestado en encontrar un nuevo departamento. A diferencia de Benjamín, Ángela se había emancipado en compañía de su novio. Nunca había experimentado ese encuentro con uno mismo que permite la soledad. Es una experiencia enriquecedora. Te permite hallar a tu individuo mientras ensayas quién podes ser en este mundo. 


Ben se encontró parado en la puerta de Ángela, aún sin saber qué decir. Si todo se volvía un desastre, a cinco casas estaban sus padres. Es decir, tenía un hospicio seguro. No sabía que iba a ocurrir, le temblaban las piernas. Cuando tocó el timbre supo que no había vuelta atrás. Estaba grande como para huir después de timbrear. Cuando la puerta se abrió, una suave brisa le acarició el rostro. No supo qué sentir al verla. Al principio pensó que se había paralizado, pero el trémulo de sus piernas aún indicaban movimiento. Luego tuvo ganas de lanzarse sobre ella y darle un fuerte abrazo, pero se contuvo. Ella lo miraba como si fuera un fantasma. Él como esas cosas que nunca se olvidan. Finalmente, quien rompió el hielo fue Ángela. Se acercó a él en cámara lenta y se encaramó a su cuerpo en un abrazo. Benjamín la apartó un instante sólo para verla. Como si buscase descubrirla por primera vez. Comenzó observando sus cabellos rubios, bajó a su frente, se quedó un ratito a mirar fijamente sus ojos verdes y descendió por su nariz hasta llegar a sus labios. Ben se atrevió a besarla. Le dió una breve pausa al estacionar su boca en su mentón, como esperando una reacción de su parte. Una reacción evaluatoria que le indicara si seguir o abandonar cualquier intento de reanudación. Ahí fue cuando su enorme sonrisa se asomó, ahí supo que debía continuar besándola. 


Tanto tiempo esperando. Tantos años postergando ese momento. Tanto para terminar en un beso sin anuncio, sin elongación, sin ningún tipo de planeamiento. Un beso que terminó para siempre con la espera. Un beso que fue lo que esperaban y muchísimo más. Benjamín y Ángela siempre se amaron pero nunca tuvieron el valor para expresarlo. Sobre todo a las personas para las que realmente era importante: ellos mismos. 


La madre de Ben no había visto al futuro asomar la cabeza por la medianera que daba a la casa vecina. En realidad, lo había visto a cinco medianeras de distancia. Su madre no se equivocaba, nunca lo hacía. 


Benjamín intentó arreglar todo con la empresa para trabajar desde la Argentina. No lo consiguió. Lo despidieron por no poder justificar debidamente su ausencia y su irresponsabilidad. Al parecer, perseguir el amor no es un asunto de empresas. Y mucho menos de aquellas que se dedican a cosas locas de computadoras. A Ben le quedó claro, pero no se arrepentía de su decisión. Concluyó que su estadía en la península ibérica lo había ayudado a huir de sus sentimientos. Ahora que los había esclarecido, no tenía porqué seguir huyendo. 


Ben y Ángela decidieron vivir juntos. El día de la mudanza, mientras vaciaban el cajón de la mesita de luz de Ángela, se encontraron con la cajita azul que contenía la pupa que jamás maduró. Ben la tomó entre sus manos y comenzó a abrir la caja con mucho cuidado. Al retirar la servilleta amarillenta por el paso del tiempo, Benjamín se dio cuenta que la crisálida estaba abierta. Sonrió. Supo que sus mariposas siempre lo habían reconocido.    

NitramZatarian

Si te gustó este post, considera invitarle un cafecito al escritor

Comprar un cafecito

Comentarios

No hay comentarios todavía, sé el primero!

Debes iniciar sesión para comentar

Iniciar sesión