La creatividad en la era de los drones
Jul 12, 2025

“El sujeto del rendimiento se explota a sí mismo, y cree que se está realizando.”
— Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio
La obligación de producir aliena, y hasta puede llegar a anular la capacidad creativa de los individuos. En una sociedad que gira en torno al rendimiento y la productividad, crear deja de ser un acto de libertad, de catarsis o de expresividad, para convertirse en una obligación mecánica, sometida a la urgencia y a la presión del rendimiento constante.
Desde el arte hasta una selfie para las redes: todo está subyugado a la inmediatez y a la obsolescencia. Diseñado a medida para una audiencia consumista pasiva, guiada por algoritmos y agendas invisibles. Como un hortelano escribano cautivo (ortolan, en francés): ese pequeño pájaro que, en un cruel ritual gastronómico, es cegado y encerrado para que no tenga más opción que comer hasta colapsar, solo para ser devorado entero. Así es el consumidor moderno: atrapado en una ilusión de libertad, mientras se le sobrealimenta de estímulos hasta que pierda su capacidad de elección, crítica y deseo auténtico.
En este sistema, lo que se genera —sea un bien material, un servicio, una obra artística, una idea, una relación o incluso un proyecto de vida— tiende a volverse superfluo, efímero, insípido. Todo nace con obsolescencia programada, no solo en su forma física, sino también en su valor simbólico. Se promueve la cantidad por encima de la calidad, lo inmediato por sobre lo duradero.
Nada permanece.
Nada deja una huella significativa.
Y ni siquiera se incentiva que lo haga.
Cada producto, pensamiento o experiencia es rápidamente reemplazado por una versión más simple, regurgitada para que sea más digerible, más “funcional”, diseñada para complacer sin cuestionar, para entretener sin transformar. Se replican fórmulas, se reciclan conceptos, se interpolan melodías de canciones icónicas con letras vacías, se simplifican contenidos hasta reducirlos a su expresión más básica y primitiva.
Esta lógica —más cercana a una cadena de montaje de producción masiva que a un proceso vital de expresión humana, participativa, transformadora y catártica— tiene una consecuencia profunda: desalienta el pensamiento crítico y estimula el consumo pasivo. El individuo, sometido a este ritmo, no tiene tiempo para detenerse, para contemplar, para cuestionar lo que recibe o lo que produce. Solo queda espacio para seguir el flujo, mantener en marcha los engranajes del sistema con lo que sea, sin importar su valor real.
Cuando la cultura se industrializa, lo único que sobrevive es la apariencia de libertad: elegimos entre opciones que ya han sido pensadas para nosotros.
Esto se ve incluso con los hobbies y las pasiones: todo está monetizado o, al menos, se busca frenéticamente que tenga una traducción monetaria obligatoria. De esta manera, los individuos creativos se limitan a sí mismos, porque cualquier cosa debe volverse rentable. Se repiten los mismos temas, porque ya nadie se atreve a plantear algo distinto: perder público es perder ingresos.
— Músicos que se ven obligados a degradar la calidad para ser más comerciales: los álbumes conceptuales son cada vez más escasos.
— Artistas de doblaje profesionales que pierden empleo porque las productoras priorizan influencers.
— Periodismo de calidad que cae ante el amarillismo y las fake news.
— Un escritor elige palabras simples, porque si escribe con riqueza, nadie lo lee.
— Una artista posa semidesnuda junto a su obra. Si no se muestra, nadie la ve.
Y si nadie los ve, no hay audiencia.
Y sin audiencia, no hay dinero.
Así, la eficiencia se convierte en un fin en sí mismo, incluso si eso implica sacrificar la profundidad, la belleza, la complejidad o el alma de lo que se crea. El resultado es una cultura empobrecida, que ofrece mucho, pero significa poco. Y muchas veces, no significa nada.
Y ante esta dinámica vertiginosa, quizás conviene preguntarse:
¿de qué sirve producir sin cesar, si lo que producimos no nos transforma ni nos conmueve?
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