La muerte me asaltó de forma inesperada. Conocí personas que ya cansados la deseaban, otras que mejor no la nombraban, otras que la buscaron sin éxito. Los más complicados fueron los que quisieron besarla, tenerla a cualquier costo y terminaron a medias, destino bastante desdichado. En algún momento uno cree que nuestro interlocutor es algo estúpido y sin embargo es un sobreviviente a medias de la muerte. Medio vivo, medio estúpido.
Mi caso es especial, viéndolo desde cerca del techo de la casa de mi amada y con mucho tiempo para pensar, es bastante afortunado.
Con el título de abogado recién colgado en mi oficina, miraba las personas desde mi ventana sin reparar demasiado en ellas. Desde lo alto, en sentido figurado y real, todo se alineaba. La vista principal daba a una plaza con árboles muy frondosos y altos, se decía que era uno de los pulmones de aire más viejos de la ciudad. Sin embargo, me llamaba la atención un pequeño pasaje entre las avenidas que tenía un movimiento comercial muy importante. Allí había pequeños negocios de toda índole, se veía la gente que caminaba con bolsas de víveres como si se tratara de un microbarrio entre tanto cemento. Kioscos, almacenes, tiendas de ropa, ferretería, entre ellos también una tintorería donde sus chimeneas me demostraban una gran actividad. Aquella mañana mientras fumaba mi cigarrillo, ví una mujer que, con mucho pesar, levantaba un pequeño bulto de la calle, lo envolvía en una manta o sábana y lo dejaba al lado del contenedor de basura. Desde lo alto no pude ver de qué se trataba, deduje que era un animalito pequeño que por la languidez del cuerpito y la congoja de la dama, ya estaba muerto. Luego se subió a un auto mal estacionado en el callejón y tomó la avenida. Por supuesto me llamó la atención y dejé mi pensamiento prendido a esa figura, cuando mi jefe hizo un solo golpe en la puerta y entró si más. Fue como un rescate a mi realidad laboral.
Carlos me avisaba que teníamos que desocupar las oficinas por el resto de la mañana. La gente de la empresa encargada de la repavimentación había perforado un espacio donde posiblemente se encontraba una red de distribución de gas. Con desgano cerré mi laptop y, casi de inmediato sobrevino la explosión. Las ventanas estallaron, las paredes eran solo cartones retorcidos, yo sentí...no sé bien que sentí. De repente había volado tanta distancia que mi cuerpo estaba tendido en la copa de un árbol. Mil situaciones pasaron por mi cabeza, tenía una extraña sensación cuando me ví ensangrentado, con la ropa desgajada y con solo un zapato. Al poner más detalle en mi imagen pensé que el otro zapato seguro estaba con el resto de la pierna que faltaba.
Esperé ver la luz al final del túnel tan famoso y nada. Esperé y esperé flotando al lado de mi cuerpo y cuando decidí bajar para decirle a alguien que me ayudara o al menos que dignamente me bajaran del árbol, nadie se percató de mi presencia. Ya llegaba la noche, se había calmado el ritmo de búsqueda, parece que yo era el único que faltaba. Lo peor fue que yo no era tan importante, ya que bastó un zapato prendido a un pedazo de pierna para darme por desintegrado.
Amargado, sin cuerpo, sin vida, con solo mi pensamiento dando vueltas por el vecindario, decidí descansar, al menos relajar esa tensión de insertidumbre. Me ubiqué al lado de un contenedor y del interior de unos trapos salió un gato. El podía verme y lo reconocí, era el pequeño animalito que aquella mañana la señora levantó de la calle. No estaba muerto, o se había gastado solo una de las vidas pensé, desee abrazarlo y llorar. El llanto reprimido de mi propia muerte, de ese cuerpo que nadie vino del más allá a reclamar y que abandonaba mi humanidad sobre un árbol. El gato se compadeció y como pudo arrimó el trapo sobre mí. No entiendo bien que pasó, solo sé que desde ese momento fui trapo. Con un cuerpo de trapo y pensando en el contraste de la imagen en la mañana desde mi oficina, me sumí en una tristeza infinita, no podía tener un destino peor.
Arrugado me apoyé en una puerta de madera y ahí pasé lo que quedaba de la noche. Cuando el sol empezó a salir, alguien me levantó y me metieron en una gran lavadora con mucha agua y más ropa. No sentía nada, ni frío, ni calor, ni olores, ni dolores, solo el tremendo movimiento. Al cabo de un rato unas manos delicadas me sacudieron y me sentí raramente feliz.
La dama me estiró en un mesón de planchado, supe que mi nueva realidad no sería fácil pero no me resistí, solo quería estar ahí, entre sus manos que me movían con dulzura sobre la mesa. Una vez que ese pedazo de mi humanidad quedó liso, preguntó a Ly si esa especie de cortina tan blanca era de algún cliente. Ly no sabía, los chinos nunca saben de esas cosas canales, luego le consultó a Ramón y él que era bastante más rápido que la china dijo lo mismo pero aclaró que era prudente dejarme bien doblado por las dudas que alguien reclamara, si después de un mes no aparecía el dueño, podía hacer de mi lo que quisiera.
Fui dobladovy puesto sobre una pila de pendientes. Desde ahí cada noche, cuando Ly cerraba la tintorería, yo me estiraba y deambulaba pensando que a ese lugar nunca había entrado con cuerpito de humano. Pasé cada noche desdoblado y cada día doblado observando todos los movimientos de ella, mi salvadora. Algunas noches me arriesgaba y salía por el ventiluz del baño, simulaba que fumaba un cigarrillo, sin fuego claro, no sea cosa que me volviera a morir, y antes del amanecer volvía a la pila. Con el único que me llevaba mal era con el gato. Como el muy mal nacido sabía de mi existencia, insistía en dormir durante el día sobre mí con la confianza en que yo no podía sacudirlo. La venganza era en la noche, había logrado hacer un ruido parecido a un ladrido y aprovechaba cualquier distraída del gato para acercarme sabanosamente a su oido y ladrar, era divertido verlo huir crispado.
Al cabo de un mes, como se preveía, nadie me reclamó. Mi salvadora Delia habló con Ly y fue así que al terminar la jornada, me agarró, sacudió de mi los pelos del felino desgraciado y me acomodó en su mochila. Ahí conocí su departamento, pequeño y delicado como ella, nada sobraba y faltaban varias cosas, entre ellas, una cortina. Había sobre la ventana un barral del que pendían unos broches sujetando una tela de pésimo gusto. Delia se subió a una silla, la descolgó y, con la misma actitud de resignación, me colgó. Así estoy ahora, bien estiradito, con la espalda contra el vidrio.
FIN
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