"La Compañía de lo Inerte" - Cuento de Terror | Milagros Gomez
Aug 20, 2024
No era esta la ciudad más cálida ni el amanecer más sonoro, pero ciertamente, en la palidez del frío había un lugar para mi corazón, un hogar en el que encontraba una paz cautiva: era un cementerio. De niño y de adolescente, no me importaba ser prisionero del dolor; para mi alma, esto era un honor. En la adultez, continuaba visitando a mi difunta madre con girasoles en la mano. Si las lágrimas me lo permitían, compartía mi desayuno con ella en su lugar de reposo, mientras me asomaba con un café en mano, el diario que leería más tarde y un pañuelo con el que limpiaba mis lentes.
Hoy, sin embargo, una llovizna persistente me obligó a mantenerme alejado de su tumba, refugiado bajo la copa de un árbol. El frío era intenso, y la niebla que se levantaba debilitaba mi vista. Sin embargo, era una costumbre para mí concurrir siempre en un horario cercano al amanecer. Mientras limpiaba delicadamente el vidrio de mis lentes, observé a un niño en una situación similar: con unas plantas algo resecas y un abrigo largo y oscuro. Me nació acercarme, reconociendo el dolor en su rostro decaído.
Cuando nuestra cercanía era palpable, toqué su hombro con nerviosismo. Al no obtener respuesta, me agaché a su lado. Al girar su rostro hacia mí, un suspiro se desprendió de mis labios, visible en el aire frío. Las quemaduras en su piel me dejaron perplejo; el dolor en su mirada y la firmeza con la que sostenía la planta indicaban que el niño parecía quebrado por mi presencia.
Intenté transmitirle una calma que no habitaba en nuestro encuentro, pero era igualmente necesaria. Al acercarme y apartar su cabello húmedo, descubrí que su ojo izquierdo estaba hueco, de donde segundos después salió lo que parecía un gusano. Solté al niño rápidamente, aterrorizado, y caí al suelo mientras él se alejaba corriendo. Mis latidos intentaban calmarse.
Me incorporé y observé la tumba. No había nadie allí, ni un cuerpo al que enterrar, solo la fosa vacía. Me levanté, limpié la suciedad de mi ropa y, al levantar la mirada, vi al niño estático en medio de la niebla. Pero él volvió a correr. Supuse inicialmente que era un juego, pero pronto la sensatez me sugirió retirarme. Regresé a la tumba de mi madre y acomodé los girasoles en su lugar.
En ese momento, sentí un toque en mi hombro y un susurro: "Encuéntrame". Los pasos se alejaron a gran velocidad y, conmovido por su última petición, decidí concederle ese último deseo. Lo perseguí, pero no hallé ningún rastro de su presencia. Me rendí y me dirigí hacia la salida. Al llegar a la plaza de enfrente, me senté en un banco, terminé mi café y comencé a leer el diario. Aparté la vista un momento y vi al niño esperando junto al banco. Repetía la palabra "búscame" y seguía el mismo patrón. Esta vez, se detuvo en una esquina del cementerio y señaló unos botes de basura al fondo.
Un poco cansado de la situación, dejé el diario a un lado y atendí su petición. La esquina emanaba un hedor repugnante, como solo la muerte podía ofrecer, pero en mi curiosidad, pensé que quería jugar conmigo. Abrí la tapa del contenedor y alumbré con mi teléfono. Dentro había varias bolsas negras. Finalmente, en el contenedor, encontré dos bolsas llenas de gusanos. Contuve la respiración y traté de evitar llorar ante lo que mis ojos estaban presenciando. Simplemente, cumplí su deseo. Lo encontré.
Una parte de su cuerpo se encontraba en una bolsa; sus pequeñas manos, con prominentes quemaduras, estaban siendo devoradas por los gusanos. En la otra bolsa, otras partes de él estaban absolutamente podridas y desgarradas. Hoy, él visitó el cementerio abrazando su muerte, y ciertamente, yo también.
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