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La Chule

Mar 27, 2025

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La Chule
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Conocí a la Chule allá por la década de los sesentas. Vivíamos en el pueblo de Villagrán, y aunque nuestras conversaciones no saltaban a lo profundo, se sentía esa complicidad en la sonrisa.
No fue hasta aquella boda de Julián y María (a quien el pueblo le apodaba la Linda) en la que la chule y yo pudimos hacer el amor.
Villagrán era pequeño, todos nos conocíamos, era bien sabido que todo evento familiar era por bien dado un evento del pueblo.
Fue en la capilla de Santo Tomás De Aquino que se iba a realizar la ceremonia. La Chule tenía un rebozo de cambaya color rojo vino, debajo de él un vestido de ceda de un color símil. Sus zapatillas de mujer joven eran idénticos al de todas sus hermanas. Labios escarlatas y un accesorio de mariposa en el cabello. Era hermosa.
El tiempo trascurría y la novia no llegaba, era extraño, Villagrán era pequeño, sitios de escondite no abundaban en nuestros alrededores.
Pasaban los minutos y las horas, hasta que el pueblo entero decidió ir a buscarla, todo encabezado por el Julián, su futuro esposo.
La Chule me tomó del brazo, me condujo entre las calles hasta su morada; una casa de ladrillo que desde que ingresabas te recibía un pasillo amplio que te dirigía a distintas habitaciones.
La familia de la Chule era extensa; seis hermanas, tres varones, y un cuarto hombre que mataron en las inmediaciones de la carretera rumbo a Zacatecas. A él lo conocí por su apodo “el moreno”, un hombre alto y joven. Lo "cosieron a balazos" un grupo de vándalos que se creían vivían aún en los tiempos de Zapata, portando armas y haciéndose de terrenos de siembra y pastoreo.
La Chule me llevó a su habitación, desde la entrada divisamos besos y tanteo de manos. Desnudé su pecho joven y firme, me abalancé a sus pezones como un par de arándanos, la aproximé a mi cintura y ella comenzó su danza de cisne.
La Chule tenía una tonalidad canela, su piel bien se podría confundir con la arena del mar o con el color de las almendras. Sus pezones eran justo eso; almendras, fruto seco de la rama.
Hace un tiempo atrás fuimos al lago de la virgen a refrescarnos las pieles. Un viaje familiar en donde la Chule al no saber nadar la tuve que auxiliar para recorrer aquellas aguas, hasta esa ocasión no había podido tocar sus hombros, ella tenía ese brillo característico de las mujeres que viven bajo el sol; un destello en la piel a pesar de la poca luz del entorno.
La luz del sol entraba por una rendija de la puerta, esta impactaba en su clavícula, yo empecé a palpar su cuello, y, asistida por su mano derecha, ella misma me hacía presionar por debajo de mandíbula.
Semidesnudos bajo aquella luz cálida nos regodeábamos a besos. Le tentaba el cabello, también me adueñé de sus orejas. Tenía arracadas. Decían que las mujeres que usaban arracadas insinuaban algo, yo estaba por descubrirlo.
Con fuerza me empujó hacia la cama. Si bien su fuerza no era suficiente para empujar mi cuerpo, es fácil debilitarse cuando uno se entrega con el alma, ella de repente ganó estatura al estar sobre mí, se desprendió de la prenda y con viveza pude apreciar más detalladamente un lunar cerca del vientre. Se soltó el cabello, este le llegaba a las costillas.
Así que ahí estaba yo, derrumbado sobre la cama. Uno no puede darse cuenta de sí mismo cuando está con la mujer que desea. Todos los hombres, en algún momento, perdemos los estribos por alguna mujer. Ella bien podría ser mi reina, una especie de estrella que siempre anhelé alcanzar. Ahora, esa estrella estallaba sobre mi cuerpo, desabrochando mi playera, viendo cómo, uno a uno, los botones se desprendían. Perdí el resto de mi vestidura, dejando mis venas del cuello expuestas al ambiente, mientras las de mi pene palpitaban, respirando sexo y furor. El sudor me corre por el pecho hasta dejarme reluciente bajo la mirada de la chule. Mi Chule.
Bailaba sobre mí cuerpo, rozando mi pene por su entrepierna sin ser penetrada. Estaba húmeda.
Movimiento ondulares, como cuando el agua choca y se dispersa. Ella frotaba su sexo sobre la firmeza de mi miembro. Ponía las manos sobre mi pecho y aceleraba la acción. Sudaba y quemaba.
Se aproximaba a mis labios jóvenes, me robaba un beso y volvía a su posición uniforme. Rasguñaba alrededor de mis costillas, por momento daba pequeños brincos que daba la sensación de que en uno sería penetrada por mi cuerpo. No ocurría.
Me enderecé, la tomé del cuerpo y la giré hasta ponerla boca arriba. Ahora era yo el del control.
Así que la llevé a su juego, ahora era yo quien rozaba su sexo con mi pene. Mis brazos, como columnas, se mantenían firmes, cada uno a lado de su rostro. El sudor de mi pecho caía en sus pechos firmes y excitados, cuales eran prontamente devorados por mis dientes, todo esto sin detener mi movimiento rehuido debajo de nuestras caderas.
Por la ventana escuchamos al pueblo gritar el nombre de la Linda, hubo quien sacó un arma y disparó al cielo para llamar su atención, después el sonido de los disparo empezó a incrementar.
La miré a los ojos, ya no era roce, poco a poco presionaba sus labios con el miembro firme, como la presión que ejerce el viento que intenta romper una ventana. Ella tironeaba con fuerza mi cadera para concretar la acción, yo le negaba su petición arrebatándole las manos para colocarlas por encima su cabeza. Ahí el beso volvía a surgir.
La miré a los ojos, los disparos acrecentaban, respiraba solo por boca, la linda no aparecía, mis manos empezaron a apretar las suyas, el Julián gritaba por lo alto, ella me lo pedía por lo bajo, y, en las inmediaciones de un beso, entré a su cuerpo.
Como un caballo al galope, entré en un ritmo de rebote hacia arriba y hacia adelante. Ella mantenía los brazos por encima de su cabeza, aunque ya los había soltado. Me sostenía y me impulsaba desde la firmeza de su cadera. Solté mi mano derecha y la dejé deambular por su pecho, recorriendo su cuello, bajando hasta su pelvis para luego volver a subir. De pronto, alcé su cadera, que, por un instante, se mantuvo suspendida a la altura de mi ombligo, mientras sus hombros y su cabeza seguían adheridos a la cama. Estar dentro de ella era no querer estar en algún otro lugar.

Ya son más de tres décadas que no veo a la Chule. Hay quienes dicen que se fue rumbo al sur con algún hombre de la armada, otros dicen que anda por la costa haciendo su vida, camuflajeada con la arena del mar, pero de esas mujeres nunca se sabe.
Yo corrí para los Estados Unidos, en busca de una mejor vida, tratando de esquivar algunos recuerdos como quien odiase su vida pasada, y aunque yo no la odiaba, era difícil salirme de los recuerdos espinosos.
Hubo un tiempo en que nos escribíamos por cartas. Luego, como suele pasar con los amores del pasado, dejó de contestar.
Algunos decían que, de vez en cuando, volvía a Villagrán para visitar a su familia. Nunca pude comprobarlo, pero, por si acaso, yo regresaba a aquel sitio cada cierto tiempo con la esperanza de volver a apretarle la cintura. Nada de nada.
Visité Villagrán por última vez hace un par de meses. A la salida del pueblo, vi a un hombre con traje de esposo: era el Julián. Me acerqué y le pregunté qué hacía bajo aquel sol de verano. Me dijo que aún estaba buscando a su Linda, que ya casi daba con ella, que cada día se sentía más cerca de encontrarla.
Me fui alejando en mi automóvil. A la distancia, escuché disparos al cielo. Sabía bien que era el Julián, esperando a que la Linda respondiera a su llamado, pero nada, otra vez no recibió respuesta.
Tres décadas han pasado sin recibir noticias de la Linda. Su Linda.

H. M. Molina

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