Eran casi las diez de la mañana y, en la quietud detenida del sábado, resonaba el adagio diferido de los relojes del living y el comedor. Aquella música imperceptible, que nunca llegaba a ser una verdadera sinfonía, acompasaba el paso del tiempo como un rito inevitable. La luz, perezosa, se derramaba con cautela sobre los rincones de la cocina, revelando en su tránsito partículas suspendidas que, aunque invisibles en su persistencia, tejían la urdimbre de la quietud. Era un espacio liminal, un intersticio entre el sueño y la vigilia, donde los pensamientos intrusivos alcanzaban su cenit, como si el mundo entero fuera apenas un eco de la conciencia que los produjese.
Como era habitual, me sentía horrible, en todas las acepciones posibles. No había sosiego capaz de contener la desazón de saberse finito, la angustia de existir tras el velo de la vida: rodeado de amor, de sentido, de sostén y, sin embargo, inerme ante la soledad. Una soledad inasible, que no se define en la ausencia del otro sino en la insoportable lucidez de la propia existencia. El sentimiento era similar al de aquel personaje de novela que, refugiado en un sitio seguro, toma conciencia de lo irremediablemente solitario que puede ser el amparo. Quizás, cuando la música retomara su cadencia y volviera a devorar la introspección, podría volver a sentir; quizás, en ese frágil equilibrio entre el deseo y el desgano, podría recordarme de paso pero seguro. Y eso, eso tenía que ver con la calma en la hostilidad.
Una quietud muy parecida a la del acuario de mi pueblo: un lugar semiabandonado, suspendido entre el tiempo y la humedad. Sobre sus muros mohosos, el peso de su propia historia parecía sostenerlo, como si su narrativa se rehusara a sucumbir ante la velocidad del mundo que lo rodeaba. Era un testimonio del pasado, un anacronismo decoroso en un paisaje que había cedido al frenesí de la modernidad.
El auge de los proyectos inmobiliarios había arrasado con casi todo, devorando la última ciudad mitad urbana, mitad ancestral. Y, sin embargo, el tinte de su objeto terminó por definir su extraña condición: distante del centro, pero al mismo tiempo, inevitablemente próximo.
Los plátanos caprichosos, las calles desiertas, los chalets que resistían la embestida del tiempo y las estructuras que otrora pertenecieron a una comunidad diminuta. En esa melancólica geografía, la suspicacia del olvidado acuario mantenía intacta su mística, su legado, su capacidad de albergar en sus aguas un tiempo otro, ajeno a la urgencia. Y sólo quienes sabían leer entre los signos de la decadencia comprendían su secreto: la virtud de sostener la calma en la hostilidad.
El reloj, cruel y voraz, había devorado la mañana mientras yo me desvanecía en el laberinto de mis pensamientos. Hasta que la realidad, abrupta y escandalosa, irrumpió con la voz de mi madre, llamando desde el living: "¿Me acompañás al centro?" Su tono era tibio, pero la firmeza de su voluntad no dejaba lugar a objeciones. ¿Qué podía hacer? Una negativa habría desencadenado un encadenamiento de hechos que erosionaría la frágil paz que ocupaba mi mente. La afirmativa, en cambio, aunque me obligaba a salir de mi encierro, podría ser usada como relato de poder en un futuro intercambio de favores. No tardé en decidir. Me vestí con la displicencia de quien se rinde a la inercia, sabiendo que, en el fondo, salir implicaba también abandonar, aunque fuera por un instante, la sofocante morada de mi pensamiento.
Otrora, esperar el bondi había sido un ejercicio de imaginación: un viaje mental que comenzaba en el aeropuerto de Ezeiza, entre colosales estructuras de metal destinadas a surcar los cielos, y terminaba en el último bastión del sur profundo del conurbano bonaerense hacia el mundo exterior. Ese mismo imaginario había sido esencial en la construcción simbólica de la calma en la hostilidad: los pinos, las flores anacrónicas en jardineras maltrechas, las casas de tejas anaranjadas, las veredas torcidas que contaban historias de otros tiempos. Un barrio sin sospechas de mucho, atrapado entre el letargo y la inminencia del peligro, un barrio que había comprendido que la verdadera tragedia no era la violencia, sino su silenciosa normalización. La calma en la hostilidad era lo que ocultaba la crisis del corazón: la que detenía el tiempo y sostenía los declives socioeconómicos con la obstinación de quien se niega a desaparecer.
Siempre es una tarea compleja y casi inenarrable la de volver a atravesar por el corazón las memorias de un lugar. Su música cambia con el tiempo, sus virtudes se corroen, sus anhelos se desatan entre desgracias y golpes de suerte. Y, sin embargo, mantienen su esencia, preservando un tiempo propio, inmutable en su fragilidad. Fue en esa geografía de calma y hostilidad donde, una vez, conocí a la chica del acuario Ahimsa. Pero esa, como todas las historias que importan, es una historia que se pierde entre la bruma de lo que fue y lo que pudo haber sido.
***
Mi primer encuentro con los seres acuáticos ocurrió en un ámbito insospechado: la dirección de la escuela primaria. Fue un día de lluvia, un día en que la ausencia de mis compañeros transformó el colegio en un territorio espectral, apenas habitado por ecos y sombras. Esperé, solo, pequeño, olvidado… pero nadie pudo acercarse. Así fui conducido a aquel despacho que, hasta entonces, era para mí un reino vedado.
La sala estaba colmada de una penumbra dorada. Las cortinas de tela tupida, de un diáfano amarillo, parecían custodiar los misterios de ese lugar. Afuera, la tormenta desgarraba el cielo con relámpagos, mientras en el interior, las directivas conversaban con la naturalidad de quienes confunden la rutina con la eternidad. Sobre los escritorios, entre papeles dispersos y objetos sin dueño, descansaba un acuario polvoriento pero bien cuidado.
Fue allí donde lo vi. Suspendido en la transparencia y luminiscencia del agua, el ajolote me observaba con la inmovilidad de una esfinge acuática. Nunca antes había presenciado algo semejante. Su extraña forma, su enigma silente, me produjeron un terror indefinible, una curiosidad insondable. En su quietud había un secreto que me llamaba, una certeza primigenia que el tiempo había olvidado.
En ese instante, sentí que el mundo entero yacía ante mí, vasto e inexplorado. Todo lo desconocido parecía habitar en esa criatura, en su mirada detenida en un presente perpetuo. Y supe, con la certidumbre de un sueño revelado, que había nacido en mí la necesidad de descifrar, de entender, de dar nombre a los misterios que pueblan la existencia.
Fue entonces que, luego de una insistencia que sólo la obstinación infantil puede sostener, mi abuela accedió a regalarme dos peces dorados. Eran criaturas ínfimas, fugaces como un destello en la memoria, y sin embargo, al nombrarlas, sentí que les otorgaba un destino: Dorothy y Delfos. En la transparencia de su pecera, flotaban como presagios, como fragmentos de un tiempo anterior al mundo.
Pasaron los días, pasaron las estaciones, y un verano nos llevó lejos de casa. Al volver, con la inocencia intacta y el corazón apaciguado por el viaje, busqué en la pecera la danza silenciosa de mis peces. Pero el agua estaba vacía. Busqué en el entorno alguna señal de su destino, y fue entonces cuando los descubrí: yacían rígidos y diminutos detrás del televisor, como si el universo, en su ironía secreta, los hubiera depositado allí a la espera de mi regreso.
Pregunté a mi abuela cómo habían llegado hasta ese sitio improbable, como si en su respuesta pudiera hallar una explicación que restableciera el orden del mundo. Su voz, sin embargo, fue más petrificante que el hallazgo mismo: "Saltaron al vacío desde su pecera".
Me estremecí. En ese instante, supe que me enfrentaba por primera vez al rostro desnudo de la muerte. No era la muerte solemne de los relatos ni la distante de los obituarios: era una muerte mínima, inexplicable, un eco de lo que algún día también nos alcanzaría. Comprendí, sin saberlo del todo, que la existencia se sostiene en un equilibrio frágil, y que hasta los seres más efímeros tienen el impulso de trascender su propio límite, aunque ello los conduzca al abismo.
***
Siempre me agradaron los acuarios. Había en ellos algo de biblioteca sumergida, de museo detenido en el tiempo, donde las criaturas flotaban como fragmentos de una verdad insondable. De niño, creía que observándolos podía acceder a un conocimiento oculto, como si la transparencia del agua fuera un umbral hacia otro orden de la realidad. Los peces —sus movimientos suaves, el brillo efímero de sus cuerpos— despertaban en mí una fascinación profunda, la misma que sentía al balancearme en el patio con los ojos cerrados, recreando universos de colores que solo existían para mí. O cuando, en la madrugada de un sábado de enero, contemplaba la neblina abrazar la plaza frente a la casa de mis abuelos, como si el mundo entero pudiera desdibujarse y reconstituirse a su antojo.
En un nostálgico afán, pedí a mi madre que me llevara al acuario. Accedió sin demasiadas preguntas, acaso intuyendo que aquella visita no era un simple capricho, sino la búsqueda de un eco de la infancia.
Hacía tiempo que no tenía un acercamiento real con el agua, con los seres que la habitan, con la interioridad de su misterio. Ahimsa: respetar la vida. Así se llamaba el acuario, enclavado en un pueblo que parecía ciudad, pero que se habitaba de otro modo, con otros ritmos, con otros códigos. Un pueblo que aún se reconocía en el cruce de miradas, donde los vecinos de los vecinos aún sabían de sus nombres y sus historias. Frente al acuario, un boliche iluminaba la madrugada con luces artificiales, una cadena de comida rápida ofrecía su promesa de inmediatez, y los autos pasaban indiferentes. Todo avanzaba a velocidad vertiginosa, salvo aquel espacio. Ahimsa permanecía.
Era la última parada antes de volver a casa. Un desvío, una pausa en el viaje. No sabía aún que en ese instante la conocería.
Era bajita, de piel pálida y flequillo torpemente cortado. Sobre su cuerpo, tatuajes de líneas gruesas y colores nítidos parecían contar una historia que jamás llegaría a descifrar del todo. Sus ojos, de un verde amarronado, se fundían con el agua de las peceras y con la luz tenue del lugar. Un símbolo antiguo, un vestigio de algo sagrado en medio de lo profano.
Me bastó un segundo para que el mundo se detuviera.
Con una mirada somnolienta y un aro en la nariz, se acercó a donde estábamos y, con voz pausada y casi etérea, pronunció unas palabras que, en mi ensimismamiento, no fui capaz de registrar del todo. Algo trivial, quizá una simple oferta de ayuda, pero en su tono había un eco de misterio, una grieta por la que se filtraba el deseo. Quedé inmóvil, atrapado entre la gravedad de su presencia y la liviandad de la fantasía.
Cientos de formas del amor y del anhelo se construyeron en mi mente en apenas segundos. Una emoción voraz, imprecisa, incómoda. Quise sostenerla en mi mirada, pero la realidad se desvanecía con cada instante que pasaba. El aroma de su perfume trazó un sendero invisible sobre mi piel, erizándome la dermis, dejándome tendido en un abismo inaprensible.
Mientras tanto, mi madre elegía algún adorno o preguntaba por un pececillo dorado. Yo solo podía seguir con los ojos a la chica, que se movía entre los acuarios con una ductilidad hipnótica. Quise imaginar que en algún pliegue de su conciencia ella también me notaba, que quizás en su universo yo era algo más que un espectador anónimo. Pero la verdad es que no fui más que un reflejo en el cristal, una mirada fugaz atrapada en el agua.
Mi madre preguntó si quería llevarme un pez. Le dije que no y nos fuimos. Ella se quedó allí, esperando mi respuesta. O al menos así lo quise creer.
Pensé en su jornada, en su casa, en sus lecturas, en los fragmentos de su vida que jamás conocería. Pensé en el pueblo-ciudad que la contenía, en sus días y sus noches, en la manera en que las historias se entrelazan sin saberlo. Pensé en el deseo como un incendio que nunca se apaga del todo.
No volví al acuario hasta muchos años después. Ella ya no estaba. El lugar había envejecido, como si el tiempo se hubiera cobrado su deuda y lo hubiera dejado a la intemperie. Ahimsa no era más que una sombra de sí mismo, un eco de lo que alguna vez fue.
Indirectamente, ocupé mi vida entera en buscarla. En cada calle del conurbano, en cada mirada fugaz, en cada acto fallido de amor. Pero el vacío persistía. Me pregunté si ella alguna vez me recordaría, si alguna vez habría sentido el peso de mi mirada. Pensé en la fragilidad de los encuentros, en lo efímero de los instantes que parecen absolutos.
Al final, comprendí que siempre la buscaría. No en el acuario, no en el pueblo que se disolvía en ciudad, sino en las formas del amor que trascienden el tiempo. En la calma dentro de la hostilidad, en los espacios donde la vida se entreteje con el misterio. Porque, al final, lo que perdura no es el encuentro, sino la nostalgia de aquello que pudo haber sido y nunca fue.
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Elías Brizuela
Escritor, periodista y fotógrafo. 28. Me dedico a la comunicación pero escribo por la necesidad de mi alma por contar las otras historias, los otros sentimientos.
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