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La casona de elvedra

Laniesol

Aug 29, 2025

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La casona de elvedra
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Hace aproximadamente un año y medio me encontré con una casona de unos treinta años de antigüedad. La observación inicial me cautivó: me gustaban sus detalles, su arquitectura, toda su composición física fue atrapante para mí. En ese momento yo vivía en un departamento de dos ambientes en otro barrio. Estuve dos años viviendo ahí y la mayor parte del tiempo la pasé bien, porque era mi casa, porque me sentí amada y porque construí mis días y experiencias con mis mascotas. Pero hubo un lapso de unos meses en el que el departamento empezó a desmoronarse y me tuve que ir. Con mucho dolor me marché y nunca miré atrás.

Yo no tenía planeado mudarme a una casona de treinta años de antigüedad, no la buscaba: apareció.

Averigüé, me adentré, la recorrí, la compré. Me la vendieron de una forma magnética que me generó una intensidad en acelerar todos los procesos para que fuera mía y poder estar a solas, habitar ese nuevo espacio.

Consulté acerca de inquilinos anteriores: no duraron mucho. Nunca supe los verdaderos motivos que hacían que la gente, al momento de ocuparla, fuera tan esporádica y que se desencadenara en prácticamente diez años en los que no la vivieron por más de un par de meses.

A medida que la fui recorriendo, me fui enamorando de este espacio y me fui proponiendo no ser una simple inquilina fugaz, no, yo quería quedarme, yo quería hacerla mi hogar. Me costaba confiar, no quería volver a invertir mi tiempo, mi dinero, mis sueños, mis proyectos para que después me pasara lo mismo que en el departamento y tener que irme con las manos vacías, porque ese último tiempo en mi otro barrio fue estresante, doloroso y dejó heridas.

Una vez que fue oficialmente mía, la fui llenando de detalles: llevé mi ropa, mi colchoneta de yoga, un mantel de mi mamá, un libro de mi papá. La vestí de risas, de música, de noches en las que le dedicaba mis textos, leía mis libros y coloreaba mis cuadernos. Comencé a habitarla, a quererla, y poco a poco volví a confiar en la idea de que ese podía ser mi nuevo lugar de pertenencia. La casona, por su parte, parecía feliz con la idea de tenerme como inquilina. Me abría puertas y ventanas, me dejaba colmar sus estantes con fotos, en invierno me protegía del frío de afuera y en otoño alfombraba el patio con hojitas naranjas. Cerré y comencé el año festejándolo en ella.

Me hizo sentir bienvenida, me dio lo que quería y necesitaba. Me encantaba recorrer las calles de alrededor para llegar y contarle en voz alta lo mucho que me había gustado el parque, cómo sentía que mis heridas empezaban a sanar. Yo charlaba con ella, le confiaba todo. Y aunque nunca me respondía, siempre me escuchaba.

A los cinco meses encontré una grieta en la habitación. Pensé que no era nada, que se podía arreglar. Un poco me decepcioné, he de admitir, porque me la vendieron como si estuviera todo bien, que se había charlado con honestidad y sinceridad a la hora de firmar el contrato.

Ojalá pudiese decir que me mintieron solo con eso en la firma.

El punto fue que la grieta se arregló, el agua filtrada fue eliminada y la paz volvió a la casona. En ese momento, la casa fue gentil, fue vulnerable y me dejó arreglarla. Pero solo fue ahí.

A partir de ahí , la energía cambió, las paredes relucientes se oscurecieron y la luz natural dejó de entrar por los ventanales. Las cortinas pesadas, llenas de polvo, la tapaban, y solo era iluminada por una luz artificial, de pantalla. Debí saber que era cuestión de tiempo.

Las puertas comenzaron a cerrarse sonoramente y me hacían sentir sola en cada habitación. Cuando me maquillaba, las brochas volaban efusivamente, la cama comenzó a sentirse fría, y era costumbre que la luz se cortara y me dejara a oscuras en el sillón. Cuando no quería hacerme sentir bienvenida, lo demostraba, y mucho, le salía mejor, yo diría que más fácil.

Cuando intentaba hablar con ella, subía el volumen del equipo (que funcionaba solo para la música que ella quería) y no me podía escuchar. Cuando marcaba las acciones, ella movía todos los espejos de la casa para que me apuntaran a mí, obligándome a observar y analizar cada uno de mis pasos.

Y todo esto me lastimaba, pero yo quería mucho esta casa. No me quería rendir, no me quería mudar.

Y es que después volvía a ser gentil, volvía a ser hogareña y cómoda, para poder dedicar noches eternas a maratones de películas. Era tranquilizadora y motivadora para que yo pudiera estudiar, y en esos momentos la cama se sentía como una nube elevada de todo donde me podía permitir descansar como un bebé resguardado.

Y por eso seguía confiando, y por eso seguía viviendo ahí, mostrándole mi intimidad. Pero a medida que pasaba el tiempo, encontraba más letras pequeñas en los documentos, notaba cómo movía las cosas de lugar para luego volver a ponerlas, y cuando lo reclamaba se me trataba de mentirosa, de fabulera, de estar viendo cosas que no eran.

Pero cada vez los cambios eran más repentinos, más punzantes y más prolongados. Por ejemplo, la cerradura funcionaba y la llave entraba, pero me había dejado en la calle con bolsas, sin posibilidad de entrar, con la única alternativa de irme a otro lado a pasar el día. Me había escrito insultos en las paredes mediante las sombras de los veladores y usaba todo lo que veía en mi intimidad en mi contra, para repetir muchos episodios que me habían pasado en mi departamento anterior. Pero aquel era más chico y duró menos la agresividad, esta era una casona, y ella redobló la apuesta.

Cuando invitaba gente y veían un poco de lo que ocurría, me preguntaban por qué no me iba de ahí. La respuesta era simple, pero implicaba todo menos simplicidad: no quería irme (no podía).

Sin embargo, hubo situaciones en las que salí muy lastimada y me hicieron cuestionarme cómo era posible que siguiera ahí.

Una noche me preparé con mucha emoción para un recital, pero cuando volví, la casona estaba hecha un desastre: todo estaba tirado y roto. Intenté ordenar un poco y entonces un viento arrasó por completo, rompió vidrios y me cortó. Me hirió.

La herida fue profunda y aún no ha cicatrizado, sobre todo porque yo había contado que en mi departamento anterior había vivido una situación similar después de un recital. En aquel momento, este nuevo hogar me dio a entender que no me haría lo mismo. Y al fin y al cabo, era cierto: no me hizo lo mismo. Me lo hizo peor. La casona redobló la apuesta.

Y yo me enojaba, por supuesto. Pero a diferencia de ella a mí me dolía enojarme y sacar ese lado mío, pero sobre todo me enojaba conmigo misma por haber confiado en que no me haría lo mismo. Y es que esa casona, la que me hizo feliz, también fue la que más triste me hizo sentir.

Y obvio que me saltaban publicidades de otras casas en venta, con mejor precio, mejor aspecto, más iluminadas y estables, pero yo ignoraba esas propagandas. Quería seguir confiando en que no iba a ser una residente más que se marchó y la dejó sola y abandonada. Sin embargo, el punto final vino cuando me enteré de que, mientras yo vivía ahí, la casona se publicó por sí sola y ya tenía inquilinos interesados. Creí que haber vivido un año y medio ahí hubiese hecho que ella se encariñara conmigo y respetara, por lo menos, nuestro contrato. Una vez más me equivoqué.

Así que me marché, con las manos cargadas de amor, con la conexión intacta pero ya sin fuerzas para ser la única que lo seguía intentando.

Laniesol

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