En cuanto aquel hombre abrió la puerta de esa casa, a Magnolia le llegaron los recuerdos como frágiles bombas; estaba totalmente arrepentida de haberse hecho la desentendida cuando su mujer le dijo que había una casa hermosa cerca de la plaza central. Se veía tan emocionada por mostrársela, que no quiso romperle sus ilusiones, ya que era la casa donde pensaban vivir juntas y formar una familia después de haber contraído matrimonio hace unos meses.
—Señorita…— la llamó el hombre de la empresa inmobiliaria —Pase, no me puedo quedar acá sosteniendo la puerta todo el día.
—Sí, disculpe— le respondió.
Magnolia pasó por la puerta sosteniendo la mano de su esposa Analía, con el semblante serio, mientras que a su mujer le brillaban los ojos.
Analía se paseaba por la casa con facilidad, siguiendo los pasos del señor que les enseñaba cada uno de los sectores de aquel lugar al que Magnolia no pensaba regresar. Su caminar era lento y pesado, como si ya se estuviera quedando sin fuerzas, su cabeza no paraba de proyectarle todas las vivencias que había tenido en esa casa y que jamás se atrevió a contar, su corazón latía rápidamente al ver los rincones de ése mal llamado hogar.
En cada rincón de esa casa que pasaba desapercibido, en cada mínimo detalle mejorado con exactitud para que se vea mejor, yo aún lo veo todo. Aún lo recuerdo todo, no puedo evitar ver las marcas violentas que cada uno de nosotros dejó en ese lugar.
El elegante comedor totalmente blanco que se conectaba con la sala de estar era en donde su padre se ponía a beber, y también, a gritarle a su hermano más chico cuando éste se acercaba curioso a preguntarle si se encontraba bien. Magnolia lo refugiaba en sus brazos cada vez que él salía corriendo despavorido debido a los aullidos borrachos de su padre a pleno mediodía y cerraba la puerta de su cuarto detrás de ellos para que él no pudiera pasar.
La pequeña y linda cocina decorada con azulejos verdes y blancos; era donde se rompían los platos y vasos, donde se tiraban las sillas al suelo, y donde se escupía la comida que hacía su madre. Era donde se discutía, se gritaba, y donde se tenían charlas vagas sin sentido.
Los tres antiguos cuartos, tan bien conservados y decorados, era donde cada uno se refugiaba para evadir los problemas. Donde se daban portazos y patadas a los muebles. Donde su madre lloraba asustada, donde sus hermanos dormían, donde ella siempre estaba en guardia.
El patio era el único lugar más o menos aceptable para ella, allí todos fingían que nada sucedía y organizaban grandes juntadas para olvidar el dolor. Ése fué su único lugar feliz, donde se celebraban cumpleaños y se sacaba la mesa de madera en las noches más calurosas de verano; era idea de su madre, y todos se unían para hacer realidad esa pequeña ocurrencia.
La pasaban mínimamente bien, hasta que entraban a la casa de nuevo.
—¿Qué te parece la casa nueva, amor?— le preguntó Analía de repente —No dijiste nada en todo el rato…
Magnolia se la quedó mirando, tratando de disimular su temor, no quería que su esposa se sintiera mal por no elegir la casa que ella había amado desde que la vió, pero no quería volver al escenario de sus pesadillas.
—Me encanta…— le dijo de todas formas —Yo digo que sigamos buscando opciones, pero esta casa no está nada mal.
Analía le sonrió alegremente y la abrazó, el hombre que les mostró la casa dijo algunas palabras que Magnolia no pudo escuchar. Estaba sumida en sus pensamientos, en sus tristes recuerdos, arrepentida de lo que le había dicho a su mujer.
FIN.
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