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La casa come sus propias paredes

Abr 13, 2025

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La casa come sus propias paredes
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Padre, tu boca era un cuchillo de miel envenenada,

una sonrisa enferma que mordía las esquinas de la cena.

Nos enseñaste a rezar con las manos llenas de mentiras:

«El abismo no existe», decías,

mientras la casa se hundía en tu garganta.

 

Hermana, tejías telarañas con tu risa de niña rota,

vestida de comunión y azúcar quemado.

Noches de julio: tu cuerpo descosido

gritaba contra mi puerta,

un animal aprendiendo a ser pecado.

Yo contaba tus costillas como cuentas de un rosario oscuro.

 

Madre se volvió un jarrón de sal derretida,

su silencio crecía en las paredes como moho.

Yo —un brujo sin escoba—

bebía té de ortigas y deseos torcidos.

«El amor es una herida que sangra hacia adentro»,

susurrabas tú, hermana,

mientras el espejo del vestíbulo devoraba nuestros reflejos.

 

En el ático, padre guardaba fotos sin rostros

y cartas escritas con semen y vinagre.

Él nos nombró su religión de huesos,

nos hizo arder en el altar de su cama.

Aún sueño con tus piernas blancas, hermana,

temblando como gusanos bajo la luna llena.

 

La locura fue nuestro único idioma legítimo:

hablábamos en gritos de gaviotas degolladas,

en suspiros que olían a leche agria y pólvora.

Ahora la casa se dobla sobre sí misma,

un animal viejo lamiendo sus heridas.

Yo escribo este poema con tus uñas, padre,

y en cada verso crece el hongo de tu nombre.

 

Giovanni Battista Manassero

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