Las elecciones legislativas en la Ciudad de Buenos Aires marcaron el fin de un ciclo y el inicio de uno nuevo. La victoria de Manuel Adorni por La Libertad Avanza no fue una sorpresa, pero sí un síntoma preocupante: se consolidó un espacio que, lejos de ofrecer soluciones de fondo, construyó su poder en base al marketing, la confrontación mediática y el desprecio por la política como herramienta de transformación.
El derrumbe del PRO, que quedó tercero con apenas el 15,89% de los votos, refleja el desgaste de una fuerza que supo ser dominante durante casi dos décadas. El macrismo fue, durante muchos años, un proyecto político exitoso en lo electoral porque entendió cómo construir sentido común conservador con estética moderna. Fue eficiente para instalar agenda, gestionar la ciudad con lógica empresarial y apelar a un electorado de clase media-alta que no se sentía representado por las tradiciones partidarias. Pero eso ya no alcanza.
Hoy el PRO no ofrece nada que no haya ofrecido antes, y lo que antes era “gestión” ahora se lee como “burocracia sin alma”. La épica del orden se volvió rutina. Su mensaje está agotado, sus cuadros más visibles están quemados, y sus nuevas caras no entusiasman a nadie. La falta de renovación real lo convirtió en un espacio envejecido, atrapado entre el oportunismo libertario y la institucionalidad vacía. Cuando el partido intenta “diferenciarse” de los libertarios, suena tibio. Cuando intenta imitarlos, suena forzado.
Además, su electorado histórico migró en parte hacia opciones más disruptivas, no porque esas opciones sean mejores, sino porque dejaron de ser “el cambio” para transformarse en “lo que ya fue”. Perdió el monopolio del marketing, del relato de la “eficiencia”, y del discurso “anti-k”. Y en política, cuando dejás de representar algo claro, empezás a desaparecer.
En contraste, el peronismo aglutinado en Es Ahora Buenos Aires obtuvo un resultado significativo, con Leandro Santoro alcanzando el 27,46% y ganando en seis comunas. Fue una elección sólida, con territorialidad, propuestas y un discurso claro. Pero no alcanzó. ¿Por qué? Porque una vez más, la falta de unidad terminó siendo el obstáculo principal. La decisión de Guillermo Moreno de competir por fuera, con un mensaje anacrónico y personalista, terminó fragmentando el voto opositor.
Ahora bien, el fenómeno Adorni no se puede leer solo como una victoria libertaria. Representa una tendencia más profunda y peligrosa: la romantización de figuras que no son políticas, con discursos anti-políticos. Basta con esta moda absurda de votar a quienes desprecian las instituciones, la militancia y la política misma. No es “frescura” ni “aire nuevo”; es precariedad democrática disfrazada de rebeldía. Votar a alguien que dice que la política no sirve para nada y que llegó ahí justamente por hacer política. No hay novedad en el oportunismo disfrazado de outsider.
Dicho esto, tampoco debería sorprender que el oficialismo libertario haya ganado en CABA. La Ciudad mantiene una tendencia histórica de voto anti-peronista, incluso cuando el peronismo presenta alternativas viables. Hay una porción del electorado que vota contra, no a favor; que elige identidad antes que proyecto; que prefiere discursos altisonantes aunque estén vacíos de contenido. Es una ciudad compleja, politizada, pero también reacia a reconocer sus propios fracasos cuando estos vienen del lado que “no es el peronismo”.
Y en medio de todo esto, se instaló una forma de hacer política que ya no se molesta en ocultar su superficialidad: todo es para las redes. Toda acción pública se piensa como una historia, un reel o un tuit. No se gobierna, se performa. No se debate, se viraliza. No se construyen consensos, se buscan retuits. Es molesto y vergonzoso.
La lección es clara: sin unidad real, sin renovación profunda y sin una lectura seria del electorado, no hay proyecto que pueda sostenerse en el tiempo.
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