Era la bruja más famosa y grandiosa que podía existir. No se la veía con frecuencia, solo en las noches de luna llena. Hablaba con ella hasta el amanecer, cuando solo las estrellas eran testigos. Gracias a su don de la xenoglosia, podía comunicarse con cualquier ser vivo, incluso con la luna.
La luna era su diosa, su guía. Ella le proveía su luz; era su alimento. Su cuerpo emanaba un aura tan intensa que era imposible apartar la vista de ella. Sus ojos eran oscuros como la noche, pero intensos como cien fogatas. Se decía que su cabello era rojo por la sangre de sus víctimas. Hombres ignorantes y sin escrúpulos intentaron dominarla a la fuerza. Fue lo último que hicieron, o al menos eso dicen, porque nunca más se los volvió a ver.
Cada noche de luna llena, en la tierra de Kwangya, se escuchaba un canto de sirena. Una voz tan dulce como la miel, pero suave como la seda. Un sonido hipnotizante. En un idioma que ningún mortal podría entender, le cantaba a su amiga más íntima.
No existía nadie más. Solo la luna y Aeri, la bruja de Kwangya.
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