Lloran los sauces al ver la Muerte pasar.
Lleva en sus brazos una jaula de metal;
ruiseñores mortecinos observan el alba
tras las rejas grisáceas.
El brillo de la luna alumbra a uno de los tristes
soñadores, que agonizaba en silencio
y sin mostrar temor.
Uno de los sauces, amante de su color,
sollozó con brutalidad:
¡Veas pues amor mío,
quién yo soy
es la verdad y tú,
bello en plumaje,
la mitad mía
qué gana
en pasión!
pero, muy a su pesar, ni un mísero sonido
pudo realizar el pequeño animal.
La Muerte prosiguió su camino
y llegó al lago dónde
las almas descansan.
Colocó con suavidad sus cuerpos
sobre el agua; la corriente
acarició las plumas
con suavidad.
Los tristes cuerpos fueron
engullidos y, la Muerte,
impropio de ella,
lloró tímidamente
a la luz de la luna.
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