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La Bisagra

Jul 8, 2025

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La Bisagra
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Capítulo I:

La primera vez que entraron a robar a mi casa familiar en Mar del Plata fue a mis siete años. Hace poco nos habíamos mudado desde Bariloche, donde viví mis primeros años de vida.

Llegamos a la ciudad un 24 de diciembre por la noche, justo a tiempo para pasar Nochebuena con mis abuelos, en cuya casa nos quedamos unos meses mientras terminaban de construir la nueva vivienda. Era un chalet de dos pisos en la zona de Constitución, en el medio de la manzana, con un gran patio al fondo.

Una noche, al regresar de un paseo familiar, descubrimos que alguien había entrado. Tanto mis padres como mi hermana dormían en el primer piso, y yo era el único que dormía en la planta baja, por donde los ladrones habían ingresado tras romper los barrotes de madera de mi ventana. Tengo el recuerdo muy patente de una pisada de barro sobre mi mochila, apoyada al lado de mi cama. Entre otras cosas que se habían llevado, lo único que me importaba era mi grabador de colores con micrófono, con el que cantaba las canciones de mi disco favorito en ese momento: Igual que ayer, de Los Enanitos Verdes. Lo habían robado también.

Durante los años siguientes no pude volver a dormir solo en mi habitación. La imagen de esa pisada me perseguía. La idea de que alguien pudiera estar ahí, mientras dormía, me aterrorizaba.

Durante los siguientes años varios robos fueron ocurriendo. Por suerte, siempre sucedían cuando no había nadie en casa. Una vez llegué justo a tiempo para impedir que se llevaran las cosas que ya tenían preparadas en el patio. Otra noche, intentaron entrar mientras yo estaba adentro; al escucharme, huyeron. Hubo ventanas forzadas, puertas rotas, bicicletas que desaparecían por arriba del portón o del paredón. Electrodomésticos. Ahorros. Todo una y otra vez.

Pero el robo que más me marcó ocurrió muchos años después, ya viviendo en la Ciudad de Buenos Aires.

Me mudé a la capital en 2011. Viví allí trece años, y durante siete conviví con mi amiga Anita, en distintos departamentos. El último fue un PH a la calle, en Colegiales. Planta baja, muy cerca de la avenida Cabildo: ruidoso, vibrante, pero con una ubicación ideal. En el último año, debido a la pandemia, Ana pasaba más tiempo en la casa de su pareja, así que en el departamento solía quedarme solo.

Una noche me despertaron unos ruidos. No provenían de la ventana que daba a la calle, como solía ocurrir. Esta vez venían del hall de entrada. Me puse en alerta, aún acostado.

De repente, se escuchó un golpe seco: habían forcejeado la puerta. Entraron.

Me levanté de un salto y corrí a cerrar la puerta de mi habitación. No tenía llave ni traba; solo podía resistir con el cuerpo. Pensé rápido: ahí dentro estaba mi computadora, mis instrumentos musicales y mis pequeños ahorros. Apoyé todo mi peso contra la madera, conteniendo la respiración.

Escuché pasos acercándose.

El picaporte se movió. Luego, el forcejeo. Empujaban del otro lado. Intentaban entrar.

Mis pies resbalaban sobre la alfombra verde petróleo que cubría el piso. Yo me aferraba a la puerta como podía, tratando de mantenerla cerrada. El forcejeo duró unos segundos eternos. Estaba por ceder cuando, de pronto, se detuvo.

Me quedé en posición, esperando el próximo empujón.

Pero del otro lado, silencio.

Unos segundos después, tocaron la puerta. Golpes secos con los nudillos.

Sentí que el corazón me golpeaba dentro del pecho.

Otra vez: tres golpes suaves.

—Chris —dijo una voz—. Chris, abrime. Soy yo.

Era la voz de mi mamá.

Mi postura se quebró. Solté el aire. Mis músculos se aflojaron. Algo no cerraba, pero la voz era inconfundible.

Abrí los ojos. Estaba acostado. La habitación oscura. La puerta entreabierta. Las sombras de la persiana dibujaban formas irregulares en las paredes. Afuera, algún auto pasaba sobre Cabildo.

Pero algo no encajaba.

Desde la cama podía ver el hall de entrada. La oscuridad allí no era normal. No parecía un simple pasillo en penumbras: era espesa, densa, como si contuviera algo que no se dejaba ver. Algo que estaba esperando.

Me quedé inmóvil, sin saber si había despertado o si aún seguía atrapado en el sueño. Aún hoy no podría asegurarlo.

Solo sé que en algún momento, volví a dormirme. O creí hacerlo.

A la mañana siguiente, mientras tomaba unos mates, le escribí a mi mamá para saludarla. Me respondió con una noticia: esa noche, mientras dormían, alguien había entrado a robar a su casa. Entró por una ventana de la planta baja, y logró llevarse una cartera y algunos objetos menores. Nadie escuchó nada.

Mi hermana, sin explicación, se había despertado de golpe, justo antes de ver por la ventana cómo un hombre salía corriendo por el patio.

Le pregunté la hora en que había ocurrido.

Coincidía exactamente con el momento en que me desperté del sueño.

No fue la primera vez que algo así me pasaba.

Pero fue la primera vez que pude confirmarlo.

Desde entonces, empecé a tomar notas. Fechas. Imágenes. Frases. Las emociones que quedaban al despertar. Las voces que escuchaba. Empecé a notar patrones.

A veces soñaba con alguien, y al despertar, sentía una urgencia inexplicable por escribirle. Me pasaba con amistades, con familiares, incluso con personas con las que no hablaba hacía años. Y cada tanto —no siempre, pero lo suficiente como para inquietarme— había algo. Una coincidencia. Una noticia. Una pérdida. Una confesión.

Recuerdo una vez que soñé con una persona con la que había tenido un vínculo sexo-afectivo breve, unos años atrás. No habíamos tenido contacto en al menos cuatro años. Me desperté con una sensación rara, como si algo importante estuviera ocurriendo con ella, aunque no supiera qué. Dudé en escribirle. Finalmente lo hice.

Su respuesta fue un audio: se había enterado esa misma mañana de que estaba embarazada. Yo era la primera persona a la que se lo contaba.

Con el tiempo, empecé a pensar que mis sueños no eran solo míos.

O no del todo.

Era como si se colgaran de mí. Como si se manifestaran a través mío. Como si yo fuera un puente. Una grieta.

Más bien, una bisagra entre planos.

Como si el miedo, cuando es suficientemente fuerte, no se quedara quieto. Como si el trauma dejara una herida abierta que otras cosas podían usar para cruzar.

Hay noches en las que me despierto temblando, convencido de que algo se metió en mi habitación. Algo que no veo, pero que está.

A veces susurra. A veces respira. A veces, solo me observa. Y otras veces, me habla.

Lo peor es cuando usa voces que conozco.

Con el tiempo, el miedo a soñar empezó a crecer.

Cuando sueño con personas queridas, paso la mañana entera preguntándome si debo escribirles o no. A veces lo hago. A veces no. Tiemblo al pensar que estas conexiones se están volviendo más fuertes. Más precisas. Más reales.

Como si cada sueño, cada señal, cada relación, formara un mapa invisible.

Y ese mapa…Soy yo.





Capítulo II:

Un domingo 17 de noviembre de 2024, me encontraba con mi compañera en la ciudad de Gdansk, Polonia. Habíamos disfrutado un fin de semana de paseos y comidas deliciosas, aunque la sombra de una tristeza persistente se colaba en cada momento. Mi papá estaba internado en Argentina, y el presentimiento de una despedida inevitable flotaba como una niebla invisible. Por la tarde, mi hermana se comunicó conmigo: los médicos habían dicho que la situación era grave, que era cuestión de días, tal vez de horas. Me dijo que entendía si no podía viajar, pero yo sentía que debía estar ahí. Quedarme en Europa era imposible.

Esa noche, mientras mi compañera dormía, me puse a buscar pasajes. Al día siguiente regresaríamos a Copenhague, donde habíamos estado viviendo los últimos meses. Ni bien nos despertamos, le conté que había conseguido un vuelo para ese mismo día. Nos abrazamos con lágrimas en los ojos. Desayunamos en un café polaco antes de tomar el tren al aeropuerto. El sol de la mañana entraba por la ventana, pero el frío era cortante.

Los tiempos eran muy ajustados. Al llegar a Copenhague debía pasar por casa, hacer la valija y ordenar lo que pudiera antes de irme, ya que unos días después nos mudaríamos a un nuevo departamento. Me fui a la ducha. Cuando regresé, mi compañera estaba llorando. El peso de todo era demasiado. La abracé y partí hacia el aeropuerto.

Arriba del avión, me puse los auriculares y abrí el libro que venía leyendo. Pasó una hora hasta que noté que el vuelo no había despegado. Nos informaron que no había espacio para aterrizar en Heathrow, Londres. Si no despegábamos en ese instante, perdería la conexión. Sentí que el tiempo se me escurría entre los dedos. Como si la muerte de mi padre dependiera de que ese avión se elevara ya. El pecho se me cerró. Solo podía repetir: por favor, que despegue. Finalmente, lo hizo. Al aterrizar, personal de la aerolínea nos guió a las conexiones. Corrí por pasillos interminables, tomé un tren y un colectivo interno para llegar a la terminal correspondiente. Llegué a la puerta justo cuando estaban terminando de abordar a los últimos pasajeros. Respiré aliviado.

Ya en Argentina, Joaco, mi amigo, me había sacado un pasaje a Mar del Plata. Llegué el martes por la noche. Mi papá estaba consciente. Pasamos todo el miércoles juntos. Lo indujeron al coma ese mismo día. Encontramos a alguien que lo cuidara esa noche, para poder descansar. El viernes a la madrugada abandonó este mundo.

Seis años antes, mi papá había comenzado una relación con Ana. Se mudaron juntos a un chalet. En todos esos años, nunca fui invitado a dormir ni a almorzar o cenar en su casa. Ella fue hostil desde el principio. Nos insultaba por mensajes. Cuando la bloqueábamos, creaba nuevas cuentas. Incluso a mi mamá, separada desde el 2000, la atacaba. Y siempre intentó alejarnos de mi papá y aislarlo para poder controlarlo. Al poco tiempo, Ana tuvo un ACV. Quedó con problemas de movilidad y del habla. Mi papá se dedicó por completo a cuidarla. Las visitas se volvieron imposibles. Ella nos gritaba, sobre todo a mi hermana. Dejamos de ir.

El jueves 21 de noviembre, mi papá ya había sido inducido al coma y decidí ir a la casa. Ana no respondía el teléfono desde hacía días. El perro, Vizio, un ovejero alemán enorme, estaba encerrado en el garaje, sin agua ni comida. Fui a la veterinaria a consultar cómo anestesiarlo para poder ingresar a la propiedad, ya que era un animal muy territorial y guardián. Me llamó Tomás, mi amigo, que había venido desde Buenos Aires para acompañarme. Lo pasé a buscar. En el camino me escribió mi amiga Laura, que estaba cerca y se sumó.

Al llegar a la casa, un hombre estaba en la puerta. Era el hermano de Ana. Nunca había respondido a los llamados de la asistente social por lo que había sido iniciada una denuncia de abandono de persona. Hablamos. Me dijo que no sabía nada de su hermana desde hacía diez años y que no tenía que contarle nada sobre ella porque la conocía bien. Había resentimiento en su voz. Decidimos que él revisaría la situación de Ana, mientras yo buscaría documentos y objetos de mi papá.

Entramos. La casa estaba impecable, como si no estuviese siendo usada. Lo único fuera de lugar eran tres cuchillos que descansaban en la mesa. Le señalé cual era la habitación y se acercó a abrir la puerta.

La habitación estaba sumida en una oscuridad espesa, casi irreal. Sentada en su silla de ruedas, Ana parecía una silueta atrapada en la penumbra. En su mano temblorosa sostenía un tubo de PVC con un cuchillo atado a la punta, como una extensión mecánica de su cuerpo. Era una imagen que parecía salida de una pesadilla. Una escena que no debería existir en la vida real. Su hermano la llevó al hospital para que la examinaran y pudiera despedirse de mi papá.

Nosotros empezamos a buscar cosas. En el mueble del living había dos portarretratos con nuestras fotos, los había puesto boca abajo y les había roto los vidrios. En los placares hallamos una caja oculta, llena de dibujos de cuando eramos chiquitos, cartas  que le habíamos dado y fotos nuestras, incluso impresiones de fotos que habíamos subido a nuestras redes sociales en los últimos años y él había impreso para tenerlas consigo. Todo escondido, como si ella no le permitiera tenernos presentes. Nos quedamos en silencio. Las manos temblaban. Era como si todo el amor que no pudimos compartir con él hubiera quedado encerrado en esa caja. Una caja secreta, como si necesitarlo fuera una traición. Lloramos. Pero era un llanto antiguo, acumulado, denso. Como si recién entonces pudiéramos sentir lo que durante años se nos negó.

Pensamos que sería internada, pero no fue así. Su hermano propuso contratar cuidadoras para mantenerla en la casa. Esto nos dejaba atados. La casa seguía siendo de ella. Y me preparé pensando que sería una situación que nos llevaría años. Yerba mala nunca muere, pensé.

Un mes después, su hermano me escribió. Había conseguido a alguien que adoptaría a Vizio. Fui a ayudarlo. Mientras dormíamos al perro, le pregunté por Ana. Me dijo que -ya no estaba-.

Quedé helado. Le pedí las llaves de la casa para buscar las cosas de mi papá. Pero en realidad era para mudarme ahí, limpiar la casa de esa energía y borrar todo su rastro del lugar. La primera siesta que dormí allí tuve una parálisis del sueño. Sentí una presencia que me aplastaba. Los colores estaban distorsionados. Por suerte, mi perra Pepa estaba conmigo. Cuando logré abrazarla, todo volvió a la calma.

Días después, en una reunión entre abogados, supe que Ana había fallecido el 1 de diciembre. Diez días después que mi padre.

Unos días antes, me había despertado en la casa de mi mamá. Mi hermana preparaba unos mates. Le conté un sueño que había tenido esa noche. Estábamos los dos y escuchábamos una voz. Era Ana. Pero hablaba claro. No arrastraba las palabras. Cada sílaba sonaba firme, precisa, como si el tiempo hubiera retrocedido o el cuerpo ya no importara. De pronto, se levantaba de la cama. Caminaba. Ya no necesitaba silla de ruedas. Se acercaba con paso sereno, como si nunca hubiera estado enferma. Sus ojos brillaban con una luz que no era humana, algo entre lo hipnótico y lo hostil. Entonces me miró. Pero no era una mirada cualquiera. Me atravesó, como si supiera algo que yo no sabía. Se detuvo frente a mí, y con una sonrisa quieta, siniestra en su calma, dijo:

—¡Mírame! Mírame ahora... ¡Gané!

Esa sonrisa. Esa voz. No era un sueño. Era una aparición. Una afirmación de poder. Algo se selló en ese instante.

Le dije a mi hermana que, según la creencia popular, soñar con la muerte de alguien le alarga la vida. Entonces, si soñás con su recuperación, ¿la acortás? ¿Podés matarla con un sueño? Lo dije como chiste. Pero al saber cuándo había muerto, todo cambió.

Mi cumpleaños era el 2 de diciembre. Había organizado una cena para el 1. Pero esa mañana me desperté con fiebre, vómitos, dolor corporal y una tristeza insoportable. Cancelé todo. También esa misma noche comenzó la ruptura de la relación con mi compañera, con quien había compartido los últimos años. Me llamó desde Copenhague. Quiso saludarme por mi cumpleaños. Le dije que no quería atender el llamado, pero luego de algunas insistencias cedí. Me sentía confundido, herido. Hablamos. Le conté tristezas, inseguridades pero no estoy seguro de haber sido yo el que habló en esa ocación. Dejamos de hablar. Días después, la relación terminó.

Tal vez no fue un simple sueño. Tal vez fue una grieta. Un cruce de planos. Esa noche, algo se abrió. Algo se fue con ella. Y algo oscuro, invisible, se quedó en mí. Desde entonces, algo empezó a desmoronarse. Como si su muerte no fuera el final, sino el inicio de una herencia que aún no comprendo.

Y ahora el miedo no es a que alguien entre por mi ventana, como cuando era chico. Ahora temo que lo que sueño tenga un eco en la realidad. Que una palabra dicha en la oscuridad no se disuelva al despertar. Que alguien, en algún lugar, escuche una voz que no es suya. Que golpeen la puerta. Y que esta vez, no sea un sueño.


Christian ODR

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