La beba observa desde el lugar reservado que le hacen para su mamá, aquellos rostros desconocidos y cansados en un viaje eterno, y escucha la cumbia que entona la frecuencia modulada y ruidosa de la radio del chofer, y sus dos trenzitas bailan al compas de los baches que se come la rueda medio pinchada del colectivo, después en ese mismo vaivén desastroso, intenta amamantarse en un amague que le hace la teta, mientras su mamá, con una mano se aferra al asiento de adelante y con la otra, hace una maniobra exquisita para sostenerla entre sus brazos, en esos cuarenta minutos de viaje. Y ella medio soñolienta, medio babosa, deja caer la cabecita que le balancea entre cuadra y cuadra, hasta despertarse del zamarreo entre corridas para tocar el timbre y bajar en la esquina.
Una esquina oscura y temerosa, en eso, su mamá la acurruca entre las sábanas que se fumaron toda la tierra del recorrido, pero que todavía un poquito abriga, y camina ligero hasta llegar a la puerta de su hogar, sin embargo en el lapso de la cuadra, entre veredas rotas y ladridos de los perros, saca las llaves, una moto pasa, da una vuelta a la manzana y la vuelve a pispear, entrando ya, medio alterada y cansada, escucha el motor de una C90 que ya había identificado anteriormente, rápidamente trata de cerrar…los ladrones comienzan a forcejearle el bolso que tenía colgado de un brazo, del otro lado, uno de ellos logra sacarle su beba, su anhelada y querida beba, entre llanto y llanto, pidiéndole de rodillas que no se la lleven, con el corazón en la mano y la bronca en el aliento, la tapan bruscamente y entre sus turbias manos, la calzan arriba de la moto y aquel acto, se convirtió en la última interacción madre-hija.
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