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No es ningún secreto que desde niños, los hombres nos veamos reflejados en los superhéroes como Batman o Iron Man. El puente que nos une es, en primer lugar, el hecho de que son seres humanos corrientes. Con la salvedad de que tienen recursos monetarios ilimitados, inteligencia al tope de gama, disciplina, planes y protocolos para todo. Siempre están un paso por delante. 


Pero lo que realmente nos atrapa y nos contiene, simbólica y literalmente es la armadura. En el caso de Iron Man, es algo tangible, literal; es la barrera física que protege al genio controversial y polémico que es Tony Stark. Por otra parte, en Batman los trajes y vehículos especiales no son más que la manifestación física de la verdadera armadura: la identidad separada que creó Bruce Wayne para proteger a los demás y también especialmente para protegerse a sí mismo. Pues a pesar de  tenerlo todo, sigue siendo un niño que vive en la profundidad de una pérdida irreparable. Porque las armaduras no resuelven el dolor interno; solo lo ocultan. 


¿Por qué contar esto? porque todos vestimos una armadura. Y yo no soy la excepción. 


Crecí en un hogar amoroso y religioso, donde cada mañana mamá nos recordaba ponernos "la armadura de Dios". Cuando era niño, solía incorporarlo como una rutina matutina al despertar e incluso hacía el gesto de colocarme cada pieza de la armadura en el cuerpo, antes de salir a enfrentar el día. 


La armadura consistía en:

1. Cinturón de la verdad

2. Coraza de la justicia

3. Zapatos del evangelio de la paz

4. Escudo de la fe

5. Yelmo de la salvación

6. Espada del Espíritu


Por años fue una rutina que mantuve hasta que renuncié a la religión por respeto. Ya que pese a que desde niño realizaba experimentos caseros para poder conectar con dios de la forma en que todos los demás podían, yo siempre sentí un silencio. Jamás pude conectar con lo trascendental a pesar de mi voluntad.


Pero las armaduras cuando se internalizan no se desechan, solo cambian de forma.


Cuando mamá enfermó tuve que endurecerme mucho para no quebrarme. La armadura ya no era espiritual, sino que había evolucionado en una coraza psicológica de métodos de anclado y protocolos de afrontamiento. Cuando partió de este mundo, sentí la armadura más pesada que nunca. Fue como si detonaran una granada dentro de un tanque de aislación sensorial donde yo estaba sumergido: por fuera no había mucho que ver, pero la onda expansiva rebotaba en las paredes y buscando donde liberar su efecto, reverberaba en cada fibra sensible de mí, destruyéndome por dentro detrás del aparente exterior estoico.


A lo largo de la vida he asumido muchos roles e interpretado muchos personajes, que compartían un hilo común: el de estar protegido y armado hasta los dientes. Pero llega un punto en que todo sistema cerrado cae por su propio peso entrópico.


Fue el momento en que sentí una flecha entrar por donde la armadura no cubría y atravesar la cota de malla como si fuera papel. Un flechazo de ternura inesperada que me desarmó completamente, en el buen sentido. Como cuando despertás y ves que la luz se filtra por la cortina, tiñendo la habitación de tonos dorados. Pero en vez de tapar el hueco, decidís correr las cortinas y dejar que todo se ilumine. Tal vez una parte de mí, inconscientemente vio ese punto sin cubrir y no dio aviso. Con el deseo tácito, tal vez, de que algún día la luz entrara por la grieta. Y en ese flechazo de ternura, en lugar de sangrar, parte de mí salió a descubrir que existe más espacio que el cascarón al que me había confinado.


En la adultez mi reconocimiento de patrones y la hipervigilancia de mí mismo me impide mentir y me señala constantemente cuando estoy resguardándome en lugar de abrirme y exponerme de forma sincera cuando alguien intenta vincularse conmigo. 


¿De qué sirve la armadura si es una jaula? Protege, sí. Pero al mismo tiempo, nos confina. Ser amado implica ser conocido. Ser amado implica reconocerse vulnerable y confiar en que el otro no va a herirlo. 


Por eso hoy elijo desarmarme voluntariamente, para no amar a medias. Quiero que quien extienda su mano para tomar la mía, encuentre la calidez de mi piel y no el frío del metal abollado.


Porque mudar de piel es crecer. Y permitirse ser amado es también una forma de autocuidado.

Pablo Bernabé Céspedes

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