bajo el palio de un firmamento que se deshace en amatistas y oros, él habita un mundo donde el latido del pecho no es sino un eco del ritmo telúrico. para su espíritu, la alegría no es una abstracción del intelecto, sino el ascenso sutil de la savia por los conductos de un fresno milenario, una urgencia vital que busca la caricia del sol con una desesperación silenciosa y magnánima. cada brizna de afecto que germina en su interior se traduce en la arquitectura de un bosque tras la lluvia: esa fragancia a tierra herida y renacida, ese petricor que satura los sentidos y que él identifica con la pureza de un vínculo inmarcesible. no conoce otra forma de procesar la plenitud que no sea a través de la contemplación de los abismos celestes o la delicadeza de los líquenes que abrazan la roca con una tenacidad de siglos.
cuando el amor lo invade, no experimenta una simple emoción humana, sino una verdadera sístole universal; siente que sus venas se tornan afluentes de un río caudaloso que busca, con una devoción ciega y absoluta, el abrazo definitivo del océano. para él, amar es un acto de mimetismo con la fotosíntesis: una transformación de luz en sustento, un milagro cotidiano que ocurre sin estrépito pero con una fuerza capaz de resquebrajar el granito. su devoción es una plegaria dirigida a la orogenia de los montes, una entrega que emula la fidelidad de las mareas hacia la luna, rítmica, ineludible y colosal. en el fulgor de una mirada compartida, él no ve un destello fugaz, sino el helio ardiendo en el corazón de una estrella lejana, una combustión noble que otorga sentido al vacío interestelar.
esta sacralización del sentimiento lo lleva a percibir la ternura como el musgo que suaviza las aristas del mundo, una alfombra esmeralda donde el alma puede despojarse de sus armaduras. no hay palabra en su léxico para la felicidad que no esté impregnada de clorofila o de la salinidad de los vientos alisios. su lealtad es un juramento tallado en la lignina de los robles, una promesa de permanencia que desprecia la brevedad de lo efímero. así, camina por la existencia como un custodio de paisajes invisibles, traduciendo cada suspiro en el susurro de los frondes y cada arrebato de pasión en el estruendo de una catarata que se despeña con una belleza suicida, convencido de que su corazón no es una entidad aislada, sino un fragmento vibrante del cosmos que ha aprendido a latir en sintonía con la indómita magnificencia de lo creado.
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