La Absurda Muerte de un Indispensable
Érase una vez un hombre, nuestro protagonista, querido y amado héroe: Juan. Él era de estatura promedio, ni muy alto, ni muy bajo. Escuálido ahora que lo recuerdo, blanco como el líquido corrector, pelo castaño. De mirada superficial, metódico por naturaleza, pero sin conciencia de eso: todos los días tardaba siete minutos en hacerse un café barato a 82º centígrados y darle dos mordidas a una tostada húmeda, un minuto con veinte segundos en hacer el nudo de la corbata, veintisiete segundos en atarse los cordones de los zapatos, y daba 137 pasos hasta llegar hasta la parada del colectivo. Sin variación alguna sea invierno, verano, llueva o truene. Todos estos eran datos que Juan ignoraba, aunque los realizaba con la precisión de una máquina. Trabajaba en una respetable compañía de seguros. Su vida se realizaba su miserable lugar de trabajo. Una oficina para empleados de última categoría conformada por cuatro paredes de una lámina de madera tan finita como un cartón, y de un tamaño tan reducido que apenas se dignaron en llamarlas “cubículos”. A pesar de ser minúsculo, tenía un nombre: cubículo 3-32 C. Ahora se preguntarán: ¿Cuál era el trabajo de nuestro querido Juan? Pues muy sencillo, él se encargaba de la ardua venta de seguros. Cada lunes, sin saludar a ningún otro elemento de la compañía, el supervisor (llamado José) le entregaba una masa de cinco centímetros de hojas y tinta; Juan se dedicaba el resto de la semana llamando a cada uno de los números allí ordenados.
Surge siempre la pregunta: ¿acaso fue siempre así nuestro héroe? La respuesta es que no. Nació como todo espécimen humano, dotado de ciertas habilidades capaces de lograr grandes avances en las áreas más vitales de la sociedad. Lleno de entusiasmo, creatividad y emociones, se había decidido por ser un artista. Así maduró pasando de centro educativo a centro educativo. En el último, denominado “Secundaria”, una pregunta ya contestada por él mismo hace mucho tiempo le trajo problemas con sus núcleos sociales. La familia sudaba horrores cada vez que hablaba de arte, de vivir del y para el arte. Los amigos le decían que iba a ser un muerto de hambre. Que lo iban a contratar para barrer veredas cuando ellos tengan sus empresas multimillonarias. Las tías y los primos adosaron su nombre a la palabra fracaso como aparente verdad inminente. El rechazo generalizado a la idea, las constantes charlas sobre lo mucho que sufriría si elige eso, las miradas de vergüenza y casi repugnancia, un conjunto de acciones que produjeron un cambio significativo en Juan. El hechizo se había formulado y caído sobre nuestro héroe. Terminado el secundario, y luego de un pequeño curso, nuestro héroe había entrado a trabajar en una empresa dejando su ser en un largo estado de letargo. Un cambio por reivindicación social y elución de un fracaso inventado por individuos ajenos al observado.
Aun así nuestro héroe era feliz con su trabajo, con gusto hacía cada llamado. A punto tal que recursos humanos estaba consternado porque parecía tener una alta productividad a pesar de no tener relación alguna con otras personas. Cierto es que se desenvolvía con una sutil sonrisa desplegada en sus labios. Fue un vendedor excepcional, y aun así, nunca pudo ascender dentro de la estructura de la empresa. Parecía que él se ocupaba meramente de estar, de ocupar un espacio y oxígeno. Como la planta que había en la entrada de la recepción, simplemente existía. Nunca consiguió pareja, vivía solo en un departamento. Sus compañeros, seres natural y artificialmente extrovertidos, se preguntaron si es que era normal. Algunos llegaron a cuestionarse su propia existencia. Era normal que algunos afirmasen, medio en broma y medio en serio, que Juan era una mera proyección del cubículo, que el único con una historia para contar era el cuadrado con nombre y forma de oficina. Interesantes propuestas, pero Juan era una persona, de carne y hueso. Una persona dormida, soñando en la vigía. Una persona en “modo automático”. Una mera computadora ejecutando un programa llamado “vida programada”.
Todo fluía con normalidad hasta que un día, un lunes para ser exactos, algo se quebró dentro de nuestro héroe. No es posible atribuirle una única causa al efecto que se produjo. Hay que verlo como una serie de gotas que de a poco colmaron una arrolladora paciencia: el darse cuenta que no saludar a otros es un acto de individualismo puro; que cayera con más fuerza el tomo de páginas sobre su escritorio; el reloj chino que le regalaron por sus “20 años de servicios” que a su vez fue un recordatorio de los otros 20 que le faltaban para jubilarse; no le gustó la imagen que le devolvió el espejo esa mañana, la de un hombre grande, solo, arrugado, gris; tampoco ayudó la frase que le tiró su supervisor cuando pidió un pequeño aumento en su sueldo: “Eres indispensable para esta compañía Juan, pero piensa que a la empresa no le está yendo bien. Es más, necesito que hagas horas extras”. Un magnífico despertar se produjo en Juan. Emociones ocultas desde hace años brotaron en su pecho. Una sonrisa cargada de odio y frustración portó durante ese día. Un error en la programación cerró el programa en que se desarrollaba su vida. Esa noche se la pasó pensado en cada una de las cosas que podría hacer ahora que la monotonía tenía fin. Se había decidido por un cambio: pensó en buscar otro empleo, encontrar alguna pareja, dedicarse a algún hobbie, arte, música, cambiar de departamento, vacaciones, ropa, auto, libros, reencontrarse con todo aquello que le gustaba antes de su trabajo. O si no, mínimamente iba a buscar auxilio por la ciudad, vagando buscando una verdad. Una solución a la vida desperdiciada.
Cada situación plantea distintos problemas a ser resueltos. Con un protagonista de semejantes atributos sin duda la sociedad de lo mecánico no estaba preparada para su impacto. Lamentablemente, misteriosas son las formas en las que se desenvuelven los hechos. Una chica del personal de limpieza del décimo piso empujó por error una maseta por una ventana que daba a la calle, un día martes por la tarde. Nuestro héroe solo logró percibir una ligera brisa de libertad en el cabello a la salida del trabajo. Luego, negro. “La Gaceta” del día siguiente narró entre las últimas páginas de los policiales el homicidio culposo de un empleado de una seguradora.
A la semana José llamó a otro Juan, para cubrir el puesto que había quedado vacante en el cubículo 3-32 C, por la absurda muerte de un indispensable.

Carlos Robles
Nací en San Miguel de Tucumán el 9 de septiembre de 1998. Me gusta escribir como forma de arte. También me gusta desmitificar el arte de la escritura.
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