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L & A (16/05)

L.

May 17, 2025

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L & A (16/05)
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En las honduras abisales del océano, allí donde la luz del día se vuelve quimera y los corales murmuran secretos milenarios al vaivén de las corrientes, moraba una sirena de linaje antiguo, cuyo canto era tan melifluo que hasta las ánforas olvidadas despertaban de su letargo para escucharla. No era de aquellas que arrastraban marinos a la perdición ni tejía encantamientos de hechura fementida; su alma, por el contrario, estaba hilvanada con hilos de lirismo y quietud. Su silueta se deslizaba entre algas ondulantes como verso que fluye sin tropiezo, y su mirada, plena de sabiduría primigenia, parecía haber leído todos los salmos que el océano ha sabido susurrar desde el primer soplo del mundo. Era en la soledad profunda de aquel reino acuático donde entabló un lazo insólito: no con criatura ni con tritón alguno, sino con un poeta —sí, un poeta marítimo— cuya alma errante vertía pensamientos y versos al mar como ofrendas para lo ignoto.

Este poeta, de mirada salobre y barba besada por las brisas del orbe, escribía en pergaminos gastados que confiaba al océano, sellados en botellas de cristal ámbar. Las tintas, casi desvaídas por la humedad y el tiempo, palpitaban con la entereza de un corazón que no se resigna al olvido. Al hallar una de aquellas reliquias flotantes, la sirena sintió, por vez primera, un estremecimiento semejante al de un corazón que aprende a latir. Se deleitó en su lectura como quien degusta el rocío de la primera aurora. Las sílabas, entrelazadas con primor, evocaban paisajes de acantilados bravíos, navíos extraviados y despedidas bajo cielos tempestuosos. No obstante, lo que más la conmovió fue la ternura implícita en cada línea, una delicadeza que le hablaba no como a un mito, sino como a una amiga aún por conocer. Así, comenzó a buscar al autor de tales escritos, guiada por la intuición de las corrientes y la música del destino.

Con el paso de las estaciones marinas —que no se cuentan en días, sino en danzas de medusas y migraciones de cetáceos—, aquel intercambio devino en comunión. La sirena emergió al fin ante el poeta, en una noche de luna fatigada, y él, lejos de asombrarse o temer, la contempló con la reverencia de quien encuentra a su musa encarnada. No hubo palabras inmediatas, sino una mirada suspendida, tan antigua como el mar mismo. Ella, que hasta entonces vivía presa de la soledad sublime de su reino, encontró en aquel hombre un interlocutor cuya voz no provenía sólo de su garganta, sino del misterio compartido. Y él, que arrojaba sus pensamientos al océano con la esperanza de aliviar su alma, descubrió que el mar le respondía, no con tempestad, sino con un ser hecho de canto y agua. Desde entonces, compartieron confesiones: él le hablaba de los sueños del mundo terrenal y ella le confiaba los secretos insondables que ni las conchas más sabias se atreven a pronunciar.

Y así, entre versos y mareas, entre cantos de ballena y palabras errantes, nació una amistad inmarcesible, urdida no con promesas ni juramentos, sino con la lealtad tácita que brota del reconocimiento mutuo. La sirena, criatura de lo inaprensible, y el poeta, navegante de lo intangible, se hallaron en una sintonía que trascendía las leyes del tiempo y la materia. Fueron, el uno para el otro, faro y ancla, melodía y eco. Y aunque un día las aguas separaran sus destinos, y el navío del poeta se perdiera en rutas inciertas, la conexión perduraría —etérea, sagrada—, inscrita en las corrientes como una leyenda que los marineros sueñan escuchar, pero que sólo las almas sensibles y los corales sabios pueden recordar.

L.

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