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En la vastedad del firmamento encapotado, donde los nubarrones se entrelazan como sierpes coléricas, se gesta el embrujo silente de una fuerza ancestral. No es el estruendo del trueno ni el azote de las aguas lo que enardece los sentidos, sino aquella presencia etérea que, bajo la forma de un susurro invisible, recorre los intersticios del viento. En medio de la tempestad caótica, los elementos no se rebelan al azar, sino que obedecen a un designio arcano, trazado por manos invisibles en los pergaminos del tiempo. La lluvia, que golpea los tejados como letanías de un rito olvidado, no es mera agua sino lágrimas de un cielo que recuerda. Y en esa memoria del cielo, se esconde la trama de un encantamiento que desborda las lindes de la razón.
Los árboles, otrora firmes centinelas de la tierra, se inclinan como si enmudecidos por una voz que les recuerda su origen mitológico; crujen no por quebranto, sino por evocación. Aquella fuerza que danza entre relámpagos no es la furia sin sentido de la naturaleza, sino el retorno de un conjuro ancestral, exhalado quizá por una sacerdotisa cuyo nombre se perdió en la bruma de los siglos. El mar, si cercano, se convierte en un espejo convulso donde las sombras proyectan formas arcanas, y cada ola parece proferir un cántico en lengua muerta. La tempestad ya no es sólo meteorológica, sino ontológica: sacude los cimientos del alma, remueve los abismos interiores y llama a comparecer al yo primigenio que habita en cada mortal.

En ese trance hipnótico, el tiempo se dilata y se pliega, como si el mismo Cronos se rindiese ante el sortilegio que la tormenta porta en su seno. Todo cuanto es sólido parece tornarse maleable, todo lo inmutable se transmuta. Surgen visiones en el claroscuro de los relámpagos: figuras envueltas en velos de viento, ojos antiguos que miran desde el torbellino, voces que no pronuncian palabras pero imprimen ideas en la médula de los pensamientos. Aquello que el vulgo llama caos, es en verdad una coreografía sublime, orquestada por manos invisibles que tejen los hilos del destino con aguja de rayo y hebra de sombra. La voluntad cede ante el sortilegio, y el espíritu se entrega al vértigo sagrado del misterio.
Y así, cuando el último eco del trueno se disipa y el viento entona su canto de retirada, queda en el aire un sabor a presagio. Algo ha cambiado, aunque la razón se empecine en negarlo. Quien ha sido tocado por el embrujo en la tempestad caótica no vuelve indemne a la quietud. Lleva en sus entrañas una llama que no arde pero consume, una mirada que ya no es del todo humana, una certeza que no puede enunciarse sin traicionarla. Ha sido iniciado en el arte de lo indescifrable, ha caminado en la frontera donde lo real y lo mítico se abrazan, y en su pecho late ya, para siempre, el eco del trueno sagrado.
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