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    Lo vi simplemente alzando la vista. Había en su gesto una calidez extraña, una lucidez infinita, como si su presencia fuera obra del azar, o tal vez producto de una cortesía antigua. Me dio un vuelco el estómago. Polillas revoloteándome adentro. Tan cerrado, tan adulto, como si el mundo ya no pudiera sorprenderle. Un llanero solitario, sensible, conspiranoico, atrapado en su cárcel mental hecha de pensamiento e imperfecciones pasadas.

    Su dolor no era algo que escondiera. Se sentía como una segunda sombra pegada a su espalda. Inseguro, pero espontáneo; tan natural como su respiración —a veces extenuada, harta. Era una melancolía sin discurso. No posaba. No fingía. Era silencio. Un silencio espeso, nacido de la timidez que se colaba en su lenguaje: torpe, sí, pero honesto, elocuente.

    Era más que un hombre: era un reflejo de todo lo que me aterraba, de todo lo que me negaba de mí, pero ahí estaba, y siempre encontraba la forma de estamparlo duro contra mi cara. Así era yo. Y, sin embargo, lo admiraba profundamente… como se admira a un músico desbordándose en pleno escenario, en trance, en catarsis; era alguien que odiaba ser visto porque le aterraba que lo miren, pero igual se entregaba. No buscaba atención. No necesitaba reconocimiento.

    Él no quería ser rescatado. No necesitaba que nadie lo salvara. Ni siquiera estaba ahí para hacer nuevos lazos. Sólo existía. Y en su existir, era humano, vulnerable, rebelde, lleno de una luz que no reconocía como suya, pero que a mí me cegaba.

    Quizás por eso yo lo admiraba tanto. Me palpitaba el pecho. Porque en su vacío existencial me reconocía. En sus ojos color miel, cansados, había una respuesta que yo llevaba años buscando sin saberlo. Jamás me la dio. Pero me quedé esperando. Me tranquilizaba escucharlo hablar. Me serenó en un momento oscuro.

    Aquella vez, él no dijo nada. A veces ni siquiera se acercaba. Se quedaba ahí, sin invadir ni permitiendo ser invadido. Imponía respeto sin intimidación. Solo en su dolor y eso era suficiente para que mis ojos se posaran en él esperando que él me leyera de la misma manera, cuyo mensaje le confesaba todo. Le comprendía todo. Bastaba para que yo lo mirara y le deseara —desesperadamente—

    Le gritaba en silencio: «eres importante». Aunque lo negara. Lo era. Brutalmente autosuficiente.

    En su soledad, algo dentro de mí encontraba una semilla, porque ver a alguien aceptarse tal y cómo es era más auténtico que cualquier sonrisa de cortesía.

    No era un salvador. Y lo que veía reflejado era todo lo que debía reconciliar de mí.

    Yo estaba tan cerca de él, pero tal lejos y eso dolía. Su protección blindada me impedía llegar más profundo, donde ambos nos distanciábamos sin movernos del mismo lugar.

    Fue tan cruel, tan de golpe. El peso de una vida sin sentido, el sabor amargo de las horas vacías invertidas en algo que solo tendría más color tiempo atrás cuando disponíamos del suficiente descaro para autoengañarnos, pero supongo que ya estábamos muy despiertos y gastados para eso. La misma incertidumbre que yo ocultaba con una capa invisible, esperando que te dieras cuenta: podríamos haber sido más, podríamos haber creado, haber sanado.

    No avanzábamos. Tú querías crecer. Yo seguía enredadx en mi egoísmo.

    Y aún así, lo admiraba. No por su fortaleza, si no por su vulnerabilidad. Por su honestidad. Por su transparencia.

    Y por eso lo encontraba tan hermoso

    Tan humano.

    Tan mío.

    J. Von Lucifer

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