En los arrabales del mundo, donde la geografía se confunde con el delirio, un hombre de barba puntiaguda y ojos de acero soñó un reino de oro y nieve. Se llamaba Julio Popper, y como tantos otros iluminados de la infamia, creyó que la codicia podía ser un arte. Nacido en Bucarest, hijo de un ingeniero judío, Popper aprendió desde niño que los mapas son maleables y que las fronteras obedecen a quienes las trazan con tinta audaz. Estudió matemáticas, dominó seis idiomas, y en cada uno de ellos mintió con elegancia. Recorrió Europa como un dandi del fracaso hasta que, hastiado de civilizaciones viejas, se embarcó hacia la Tierra del Fuego, donde el viento borra los nombres y la historia se escribe con balas. Allí, entre indios fantasmas y balleneros borrachos, descubrió que la arena de las playas escondía oro. No el oro de los conquistadores, reluciente y épico, sino un oro mezquino, disperso, que sólo un hombre sistemático podría arrancar de la tierra. Diseñó máquinas absurdas—dragas monstruosas, tamices de pesadilla—y con ellas exprimió la costa como un avaro exprime una moneda. Fundó su propio reino, emitió sellos con su efigie, acuñó monedas donde su perfil se confundía con el de emperadores romanos. Los yaganes, que ya habían visto el fin del mundo en los barcos de los blancos, lo llamaron "el hombre que compra el viento". Popper gobernó con ley de plomo. Organizó cacerías de indígenas, no por odio, sino por eficiencia: los consideraba alimañas que perturbaban su sistema de explotación. Se fotografió junto a cadáveres apilados, sonriendo como un cazador posando con sus trofeos. En Buenos Aires, los periódicos lo celebraban como un pionero; en Londres, los financistas bebían champaña con sus mentiras. Pero todo imperio personal es un espejismo. Un día, mientras revisaba sus mapas en una posada de Punta Arenas, Popper bebió un café que le atravesó el estómago como un puñal. Murió retorciéndose, sin testigos, en una habitación alquilada. Algunos dicen que fue un cocinero yagán, otros que un socio traicionado. Lo cierto es que su reino de polvo se desvaneció antes que su cuerpo enfriarse. Hoy, en algún museo olvidado, sus monedas brillan todavía, inútiles como lágrimas de metal.
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