El ocultismo es parte de mi estirpe. Ha sido, consistentemente, el pináculo y la columna vertebral de mi éxito literario. Mi carrera como escritor ha sido prolífica: ensayos fríamente persuasivos, con vasta información que moldea cuantas psiques los leen. Pero mi secreto no siempre se desdibuja en las páginas; más bien, se esconde entre cementerios.
Me he robado cuanta cosa he querido de los muertos. He jugado al filo de los portales del infierno, quebrantando lápidas como quien arrastra a los difuntos hacia el delirio de la profanación. Me encanta escuchar cómo gritan cuando les son arrebatadas partes de sus tumbas o huesos arraigados a pasados que se niegan a soltar.
Y me ayudan, lo juro. Mi mundo favorito es el onírico, y allí me susurran como coros gregorianos, una horda de información del más allá que escribo afectuosamente. Sus secretos son, enteramente, el motivo de mi genialidad. Pero, mediante el poder que hoy me conforma, pienso ir más allá. Me han pedido —en un estrecho correo— un ensayo sumamente argumentativo sobre la psique de un tal escritor, ya inerte, y probablemente maldito. No sé qué nombre le fue otorgado, pues poco me importan los dioses antiguos de la literatura. ¡Son historia! Ya están muertos en esta vida donde aflora mi éxito. Sin embargo, al leer que aquel escritor fue discípulo de otro, una fulminante lamparita se encendió en mi cabeza.
Y fui sin rechistar. Entré sin problemas al cementerio de Westminster, clavé mi pala en la tierra fértil y, cautelosamente, comencé a profanar una antigua tumba. Me vestí insondablemente de negro y procedí a completar el ritual que, muy convenientemente, el demonio Asmodeo me había revelado. Dejé la pala a un lado y, ahí estaban... por fin en mis manos, los huesos de Edgar Allan Poe.
Guardé algunos en mi bolso, volví a juntar la tierra y me marché tanteando las ideas en mi mente. Esta idea es un daño colateral, ciertamente útil, para llamar la atención del otro escritor. Necesito penetrar su psique, y para eso, es esencial traumar a su alma para que acuda al encuentro. El lugar donde realizo las invocaciones es húmedo y para nada pulcro. Suelo profanarlo también, para que los demonios respondan a mi invitación y se regocijen entre la suciedad y los restos de orina.
Encendí la computadora, corroboré el nombre del escritor, y me puse a preparar el altar. Sostuve firmemente la obra de Asmodeo que, en cada noche de encuentro, me conecta al mundo de los muertos. Esta vez, sin embargo, el libro sería solo el medio; la verdadera perturbación serían los huesos.
Vertí un aceite negro sobre la mesa, encendí velas rojas y negras intercaladas, y coloqué los huesos. Abrí frente a mí el libro negro del demonio que me acompaña. Luego, puse al centro otro libro, uno verdoso, con tentáculos en la portada.
—Radices tuas perturbo, Lovecraft —dije en voz alta.
Y el mundo dejó de responderme. Una calma inhumana resoplaba junto a las velas.
Repetí: —Radices tuas perturbo, Lovecraft. ¡Radices tuas perturbo, Lovecraft! No me rendí.
Le grité a su libro que abriera de par en par su psique, que los huesos de Poe penetraran directamente en su inspiración. Y entonces, ocurrió un apagón. Las velas no querían encenderse. Mi celular tampoco respondía.
Intenté manotear el libro negro, pero se hallaba a una distancia más grande de la que recordaba. Estiraba mis brazos y nada se encontraba a mi alcance. Avancé hacia la mesa, pero no la sentía. No había obstáculo alguno. La oscuridad era sordera. El mundo cesó en ruido. Entonces comencé a sentir, con fervor, un dolor en la entrepierna. No quería desconcentrarme porque temía las consecuencias de no terminar un ritual con el infierno, pero el dolor, inhumano, persistía. Algo torcía descaradamente mi genital. Yo, desesperado, lanzaba manotazos. Mi mano no volvía limpia; era increíble. “Sangre”, me dije. No… algo peor. No volvía enseguida porque quedaba pegada a algo viscoso.
Pronto descubrí que no era un solo calambre: toda mi pierna resultaba atada y adormecida por una presión igual o peor que la de una pitón.
No comprendí que había rutas peores que la muerte hasta que aquello ingresó dentro de mí mediante mi parte íntima. Un dolor descomunal penetró cada nervio que me conformaba. Aquella cosa se arrastraba con fuerza y dificultad: era severamente viscosa. Y entonces lo escuché... Aquello se contraía, y al extenderse por el suelo, caía con un peso considerable. Eran tentáculos. Lo descubrí hipnóticamente cuando uno sobrepasó mi brazo.
Y, cuando quise hablar, algo evitó que llegaran a mi boca… sus manos me rodearon primero. Conocí su aliento mortuorio al sentir cómo sujetaba mi rostro. Era más alto que yo, pero la piel de su mano me dio la pista de que tal vez era humano. Luego, desplazó su mano hacia mi bolsillo y tomó mi celular.
Lo encendió y alumbró su rostro. Un muerto ojeroso, de cara alargada y facciones huesudas.
Era él. El de la foto.
¿Howard Phillips Lovecraft?
Le grité que podía llevarse los huesos de Poe. Pero, lejos de matarme, decidió hacer algo peor… Su imagen dejó de ser comprensiblemente la de un humano, y entonces, los coros de los muertos volvieron a mí, susurrándome vívidamente el nombre: ¡Dagon!
Aun sin entenderlo, con una fuerte mordida, el espectro se abrió paso entre mis labios, y enseguida sentí su lengua —que no era otra cosa que un feroz tentáculo— atravesar con alevosía la estrechez de mi garganta. Sujetándome con cientos de tentáculos, dio pasos hacia atrás. Inclinándose sobre la mesa, caímos, sin precedentes dentro del libro verdoso, hacia un ciclo infinito tan turbio como horroroso.
Ya dentro de otro mundo adverso, comprendí que había logrado mi cometido.
Estaba sin vida humana. Unido a él desde mi boca, entrañas y parte íntima; profanado dentro de la retorcida psique inmortal de… ¿Lovecraft?
Estoy junto a él, en el universo de una bestia que juega a ser Dios?
¿O esta es acaso… su mente?
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