Mi corazón,
un jardín en invierno,
aguarda la tibieza
de una primavera prometida.
Basta una chispa,
una mirada nueva,
para que el alma olvide
las cicatrices antiguas
y se entregue,
con la fe temblorosa
de quien aún cree
en la magia del renacer.
Un torbellino de emociones,
un verano sin fin,
donde todo parecía posible.
Colores inéditos
brotaron en mis días,
descubrí que el amor
puede ser semilla y espina.
Las mariposas en el vientre
pueden volverse sombras
cuando el amor deja de ser refugio
y se convierte en eco.
Aprendí que un beso
puede parecer hogar
y al mismo tiempo
ser la puerta que se cierra.
Desde aquel momento,
el amor dejó de ser promesa
y se convirtió en un eco distante,
un susurro del pasado
que duda en volver a ser escuchado.
El miedo se instaló en mi pecho
como un huésped silencioso.
Amar de nuevo parecía
una puerta sin llave,
una historia para la que quizá
no había sido escrita.
Había en mi alma
la sospecha constante
de no ser suficiente,
como si el corazón,
tras tantas heridas,
ya no recordara
cómo abrirse sin quebrarse.
Y en la quietud de los días,
la duda florecía:
¿volvería el amor algún día,
o el miedo lo había convertido
en un invierno sin fin
bajo una tierra que ya no germina?
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