Hay noches en las que cierro los ojos y me quiero ir.
No al futuro.
No al pasado.
A otro lugar.
A ese planeta que invento cuando el ruido de acá me cansa.
El planeta donde todos hablan por sí mismos.
Allá nadie dice “estoy bien” cuando el alma se les quiebra en pedazos.
No.
Allá se dice la verdad, aunque duela.
Se llora en medio del día sin esconderse.
Se dice “me duele” sin sentir vergüenza.
Y cuando alguien escucha, no responde con apuro ni con frases hechas.
Responde con silencio.
Con un abrazo.
Con una mirada que dice “te entiendo”.
Y de golpe, el dolor se siente un poquito más liviano.
Quisiera quedarme allá.
Caminar tranquila.
Decir lo que siento sin medir mis palabras.
Escuchar mi voz sin miedo a que suene rara.
Pero abro los ojos y sigo acá.
En este mundo que a veces parece hecho de disfraces.
Sin embargo, algo se mueve en mí.
Chiquito.
Como una semilla.
Y empiezo a hacerme un lugar.
Una isla.
La construyo despacito, adentro mío.
Es mía y nadie me la puede quitar.
Ahí puedo sentarme y decirme la verdad sin sentir culpa.
Ahí mi llanto tiene espacio.
Ahí mi risa suena fuerte.
Cada vez que me animo a mostrar lo que siento, la isla crece un poquito.
Le salen árboles, flores, pájaros.
Se vuelve un lugar donde puedo descansar de todo.
Y pienso…
Tal vez nunca me mude del todo a ese planeta, pero esta isla es suficiente.
Es mi pedacito de verdad.
Mi refugio.
Mi viaje secreto cuando el mundo se me hace demasiado.
Y capaz, si sigo cuidándola, un día se haga tan grande que ya no tenga que imaginar el viaje.
Porque entonces, ese planeta donde todos hablan por sí mismos…
va a existir acá.
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