El último día que lo vi llevaba las botas brillantes, quiero decir, más brillantes que de costumbre, como si las hubiera lustrado a propósito sabiendo que se iría. Esa fue una de las razones principales que me hicieron sospechar que todo había sido planeado y formaba parte de una artimaña incomprensible para mí.
La última vez que lo vi yo llevaba ropa negra y sucia, completamente ruinosa, y me acuerdo de que tenía sueño, un sueño infernal que limitaba paradójicamente con el insomnio de las enfermedades incurables. El sueño me tentaba a dormirme. A desplomarme de frente contra la mesa y clavarme un cristal de cerámica en el cráneo. Alcancé únicamente a sonreír y a bajar la mirada. El Sol deslumbraba. Estábamos cenando y el Sol deslumbraba como el fantasma de un niño en camisón, un niño que comete la imperdonable diablura de humillarme, a mí y a mi sueño inerme. El sol se reía de toda la humanidad desde su palco indiferente y yo tenía que limitarme a agachar la cabeza. Cenábamos en pleno día, pero esa discrepancia sincrónica se soluciona teniendo en cuenta que era verano y los días duraban más que de costumbre. Yo le pregunté cuándo volvería. No lo sé, Isidoro, si te soy sincero creo que será dentro de un largo tiempo, un tiempo enorme y húmedo como un buque gigante; creo que el universo podría acabarse y yo siguiera sin volver, atrapado en ese espacio indefinido por encima de las nubes donde uno aprecia por primera vez la concavidad del cielo.
A mí me entraron ganas de vomitar, pero no sé si sería fruto del vértigo o la pena. Me entraron ganas de arrojarme como si fuera un ladrillo, como si fuera una piedra a un acantilado. A viajar con él. Pero no hice nada de eso. No se lo dije. Ni siquiera apareció en mis ojos mínimo atisbo de querer hacerlo. Ni el diminuto ademán que me delata siempre en el meñique. Permanecí catatónico, dentro de un silencio incómodo y reflexivo (mucho más incómodo que reflexivo) y tragué agua que parecía saliva.
En ese momento, aunque quizá lo imaginase, sentí que el Sol se había alzado para darme más fuerte en la cara. Sentí que a medida que los segundos transcurrían, el Sol subía más y más como si el tiempo (o algo parecido al tiempo) caminase en sentido contrario. Como si estuviéramos retrocediendo hasta el principio del relato. Al primer poema que le hice. Pronto alcanzaría su cénit.
Yo tenía cada vez menos sueño, lo cual era preocupante porque quería decir que me estaba quedando dormido. Dormía con los ojos abiertos mientras sus botas brillantes me recordaban lo iluminado que estaba el ambiente. Quizá antes de todo. Antes de las palabras. Estoy yo. Yo en el avión, desapareciendo. Quizá yo soy ese Dios que desaparece. Yo el que es inventado y el que inventa. Yo quedándome, huyendo del movimiento natural del universo, contrarrestándolo como si la quietud también fuera una forma de escapar. Para él fui yo el que se fue, fue la ciudad entera la que arrancó sus tuberías y se lanzó a un largo viaje a través del viento.
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