Cuando era chica y todavía iba al colegio escuchaba a todas mis amigas fantasear con los viajes que iban a hacer al exterior cuando fuesen grandes, desde estudiar en las más prestigiosas universidades del primer mundo hasta ir a pelar kiwis en una verdulería de lo más remota en un pueblo en el continente oceánico. Y yo no entendía realmente por qué nadie se quería quedar en Lomas de Zamora.
En partícular no entendía cómo nadie compartía conmigo las ganas de quedarse en nuestra ciudad. Exactamente quería, primero, vivir en un departamento sobre Alem, ahí donde terminan los comercios de Las Lomitas, pero sin dejar de estar cerca de la movida del lugar; para luego, una vez casada y con hijos, mudarme a una casa sobre Alvear, llegando a Banfield, en aquella zona residencial que me deja extasiada.
Pero me sucede que ahora, ya más grande, con otros objetivos, con otras amistades, un poco las entiendo a mis amigas del secundario. Lomas un poco me ahoga, me genera una incómoda claustrofobia. Me queda chico, no hay espacio para una cabeza tan grande (simbólicamente hablando, obvio); y es una lástima, porque yo amo vivir en Lomas: me gusta sacar a pasear a mi perro por las cuadras que rodean mi casa, pudiendo decir casi de memoria qué construcciones hay en cada una de ellas; me gusta ir al centro, cruzar la barrera de las vías del tren en Cerrito, caminar bajo la sombra de España y el sol de Italia; me gusta el silencio del Barrio Inglés, un silencio que no me genera miedo sino más bien calma; hasta me gusta tomarme el 74 en Alsina, o el 79, o el 160, o aquel 278 que dobla en Balcarce y va por Arenales hasta Banfield, pasando por en frente del Florencio Sola.
Pero entiendo que es momento de irse de casa. Siempre llega ese momento, cuando menos lo estamos esperando, o, tal vez, cuando ya nos cansamos de esperarlo. Es una huida simbólica, no significa que no pueda volver a la ciudad que me vio crecer: uno se va buscando, persiguiendo, diría Cortazar (vecino lomense): perseguimos aquello que nos asegurará la existencia. No la existencia infinita, ni mucho menos la inmortalidad; perseguimos un sueño, una lucha, un amor. Y la adrenalina de la búsqueda nos mantiene vivos. Y, quién sabe, puede que la búsqueda interminable me guíe lentamente, caminando, o en alguno de los colectivos que recorren la avenida Alsina, hasta mi casa, mi barrio, mi vida entera.
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