Intentos vanos de olvidarte.

Estando aquí me es imposible no pensar en ti, Ibrahim.

He vivido desdeñando a la rutina sólo para descubrir que, cuando la soledad me es, por fin, concedida, sólo sé volver a ella. Otra vez la misma mesa, pedir el mismo café, escribir en la misma libreta. Sospecho que vengo aquí sólo para permitirme pensarte. Te pienso con tal devoción que después me molesto por no haber podido invocarte. A veces reniego del lugar que tienes en mi recuerdo. Siento que no te lo mereces. Entonces borro tu nombre queriendo que nunca hubiera formado una parte tan vital de mi archivo personal. Te vuelvo “aquel personaje”.

Y así, desenvuelto del misterio, no me es tan grato recordarte.

En otros momentos, en noches ingratas, donde por algún motivo innombrable el presente me parece insuficiente, te rememoro con cada una de tus letras. Ibrahim… ¿Por qué las mujeres tendemos a sacralizar al hombre que nos hiere? ¿Por qué no me apego a las palabras con las que te despediste y, ritualizándolas, me libro de tu maleficio?

Te añoro con algo que va más allá de la palabra. Te añoro con el cuerpo. Dejaste tu huella sin requerir del tacto. No me tocaste ni siquiera para lastimarme. ¡Hombre ingrato!

No seré yo quien te ancle a un pecho en cuyo hueco no pueden germinar tus flores. No toda la tierra puede sernos fértil. Migrar es un derecho humano.

Tal vez ese fue nuestro aprendizaje divino.

Si fuese esa la profecía, puedo quedarme tranquila. Jamás volveremos a encontrarnos.