1. Encendé una vela en la penumbra incierta de esa mesa inestable
que te adoptó sin preguntar por tus ruinas.
Observá cómo la cera se derrite con una lentitud casi moral,
y si la llama vacila, adjudicáselo al aliento antiguo del cuarto.
Las medias verdades siempre encuentran su santuario
en los espacios fatigados de luz.
2. Apretá el rosario que conservás por inercia,
ese objeto tácito que parece recordar por vos
lo que vos dejaste de creer.
Musitá una plegaria improvisada:
“Que se desvanezca lo gravoso,
que retorne lo útil,
que cese la persistencia de lo fenecido.”
Si la invocación se tropieza en tu boca, celebralo:
las súplicas torcidas son las que llegan más lejos.
3. Depositá sus reliquias —porque ya no son objetos, sino reliquias—
en una caja de metal que retenga el frío incluso en verano.
Antes de cerrarla, consultá al silencio.
Si no responde, mentí con solemnidad.
La mentira ritual es un sacramento subvalorado.
4. Abrí un libro antiguo,
cuya fragancia a polvo y manos ausentes
te atraviese como un recuerdo que nunca viviste.
La frase que te asalta es inapelable:
“No nos une el amor sino el espanto.”
Sentís que el papel palpita,
como si el tiempo mismo te desnudara su cinismo.
5. Permitite llorar,
pero hacelo con esa teatralidad que convierte la tristeza en patrimonio.
Que tus lágrimas sean un gesto metafísico
y no el berrinche por un hombre mal educado por la vida.
6. Esperá una señal en la vibración tenue del ambiente:
un acorde clandestino,
el gemido de una madera añosa,
la oscilación imperceptible de un murmullo sin origen.
Si no emerge nada,
afirmá que sí igual.
El fervor se construye, no se encuentra.
7. Pronunciá su nombre con escrúpulo,
como quien roza un vidrio helado para verificar si todavía respira.
Negalo después,
invocalo otra vez,
permitite esa oscilación febril.
La contradicción es la coreografía predilecta del corazón exhausto.
8. Andá a caminar por una calle sin inscripción,
dejá que tu reflejo en una vidriera ennegrecida
te observe con una familiaridad sospechosa.
Si no te reconoce,
regresá y escribí tu nombre en un papel,
para corroborar que todavía quedás en el mundo
de una manera legible.
9. Cuestioná toda noción de lo sagrado.
Preguntate si una divinidad existe realmente
o si la fabricamos para justificar lo que duele demasiado.
Abstenerse de respuesta es una forma elevada de lucidez.
10. Cuando creas haber exorcizado su presencia,
cuando sientas que la respiración se ordenó,
que tu herida asumió una forma presentable…
algo minúsculo —la vibración de la cera,
la sombra que se desplaza sin motivo,
la resonancia tenue de tu propio nombre—
te devolverá abruptamente al inicio:
la mesa coja,
la vela trastornada,
la plegaria fallida
y esa misma voz interior diciendo que no soportás otra vuelta.
Y así, como quien cae en la trampa más antigua de la humanidad,
volverás al punto 1,
porque hay rituales que son círculos,
heridas que son relojes,
y amores que insisten en revivir
solo para demostrarte que nunca terminaste de morir.
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