En esta hora quieta, pasada la una, mi mente se resiste al descanso. No es esa punzada familiar de la tristeza lo que se siente, ni la pesadez opresiva de la depresión. Es otra cosa, un vacío singular. Una ausencia que no duele con lágrimas, sino con la falta de algo indefinible.
El vaso de whisky, buscado como un bálsamo para la agitación interna, solo roza la superficie del pensamiento. Las ideas fluyen sin orden, sin un destino claro, atrapadas en este limbo nocturno donde el sueño se escurre.
¿Qué naturaleza tiene este vacío que reside en mí? No es la sombra del pesar cotidiano. Tal vez sea la conciencia aguda de una carencia fundamental, algo perdido en la niebla de la existencia. La soledad se presenta, no como un adversario cruel, sino como el espacio vasto de un cielo sin límites.
En este silencio de la noche, empiezo a pensar. ¿Será que cada uno de nosotros está solo, como si flotara en un mar sin orillas? ¿O somos acaso destellos fugaces en la oscuridad, sin un eco verdadero? Este vacío que siento, ¿no será, al final, la pregunta desnuda de por qué estamos aquí, en este instante sin respuesta?
Quizás en la quietud de estas horas tardías, se revela una verdad que el día, con su ruido y sus distracciones, oculta. No es un sentimiento de dolor, sino una oquedad profunda donde el yo se interroga sobre su propia condición, sobre su lugar en este entramado complejo.
Y mientras el tiempo nocturno avanza lentamente, este vacío se convierte en un espejo donde mis incertidumbres se reflejan. Un insomnio del espíritu, una búsqueda silenciosa para comprender esta extraña sensación que, paradójicamente, podría ser una forma de crecimiento, una invitación a mirar más allá de lo evidente.

Mateo Gonzalez
Trabajo día a día para que el mundo sea un poco más justo, más empático y más tolerante, y prometo hacerlo hasta mí última bocanada de aire.
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