Cada día paso por la vereda de un Jardín de Infantes cuyo patio de juegos da a la calle. Es una esquina enorme, enrejada y bastante descuidada. Ahí están los niños, que no tienen más de 4 años, meciéndose en las hamacas, tumbándose en el piso, cayendo por la oxidada pendiente del tobogán chiquito.
Sus cuidadoras suelen estar sentadas en un banco bajo el árbol, parloteando y riendo a carcajadas. Mientras tanto, los niños siguen jugando, gritando, persiguiéndose unos a otros, saltando y buscando la atención en los demás. No son muchos; la mayoría son varones que se escabullen y pelean con los que parecen ser más pequeños, burlándose sin intención.
A veces, algunos me saludan, sacudiendo sus manitos en el aire o aferrándose a las rejas. Un saludo infantil, con toda inocencia, lleno de esa pureza y brillo tan particular que, de a poco, irán perdiendo, a los golpes y sin saberlo, mientras crezcan hasta convertirse en adultos que anhelen ser lo que ahora son, cuando ya sea tarde.
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