En unas semanas se cumplen cinco meses desde que llegué a Colombia, específicamente a la ciudad de Cali. Todavía me cuesta reconocer que tipo de experiencia ha sido esta, lo que sí puedo asegurar es que tengo un sabor agridulce que no sé de donde proviene. Si tuviera que sintetizar este medio año, no podría hacerlo. No porque sean infinitas las cosas que me tocaron vivir, si no porque hay algo dentro de mi que, con incomprensible temor, encripta todo lo que guardo sin saber. Espero en algún momento poder descifrarlo. Mientras tanto, experimento un poco de nostalgia, algo de ternura y cierta rabia, sin comprender cual es cual ni a qué va dirigido. Por momentos reafirmo y me refugio en la absurdez de la existencia, de mi existencia, de todas las existencias posibles. En cambio, en otros suspiros, que duran tardes enteras, la condición de estar viva se hace contundente, tanto que me obliga a tomarla con solemnidad. Entonces mi corazón se llena de felicidad o de ira, nunca un punto medio. En esas divagaciones del alma cobra protagonismo la pregunta más inquietante. Para cada persona hay una cosa o serie de cosas que representa la solución definitiva a todos los pesares del vivir, para mí es la respuesta a esa pregunta. No sabría decir cuándo apareció en mi brújula cuasi-espiritual, lo que sí sé es que es como un espejismo. Eso y que punza, hiere, impacienta. El intercambio académico ha sido una experiencia intercultural muy grata, agradezco a las autoridades por haberme dado esta oportunidad única.
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