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Infancia pisciana

Sep 4, 2025

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Infancia pisciana
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Mi historia comienza un miércoles 22 de febrero, bajo el signo de Piscis. El signo que gobierna los pies y el sistema linfático, las dos zonas donde la vida me pondría a prueba. Tal vez no fue casualidad que naciera mostrando un pie como primer anuncio, ni que años después mi sangre enfermara. Quizás el destino ya había escrito en mi cuerpo la ruta que debía recorrer para aprender a nadar en aguas profundas.

Yo era un niño callado, cómodo en la quietud, como si supiera que mi mundo interior sería un océano vasto, más hondo que cualquier ruido externo. Crecí en la casa de mis abuelos, mi puerto seguro. Mamaboni cocinaba mientras cantaba rancheras y cumbias de Antahuara; Papajoni escuchaba guarachas en cassettes de Compay Gato. Afuera, los girasoles que ella había sembrado se mecían como pequeñas olas amarillas, y una palmera joven se elevaba con paciencia, anunciando que algún día tocaría el cielo. Allí la abundancia tenía rostro de fiestas: cumpleaños con payasos, mesas llenas y toda la cuadra celebrando.

Mi cómplice más cercano fue mi tío David, apenas dos años menor. Con él el segundo piso a medio construir se convertía en nave espacial y la sala de la casa en fortaleza. Con Legos y muñecos levantaba universos propios en mi cama, mares inventados donde yo era capitán y tripulación. Esa imaginación era mi corriente constante, mi agua subterránea, recorriendo mi mente antes, durante y después de las pruebas que vendrían.

Pero no todo eran aguas calmas. Las noches traían tormentas: Freddy Krueger irrumpía en mis sueños hasta hacerme temblar y mojar la cama. Fue entonces cuando descubrí mi primer escudo: invocar a los Power Rangers para que lucharan por mí. La fantasía se volvió mi ancla, mi manera de transformar monstruosas experiencias en victorias.

La gran prueba llegó pronto: la leucemia linfática. Fiebre, vómitos, agujas, disociaciones. El hospital Neoplásicas era un océano extraño, con corrientes que parecían arrastrar mi infancia. Durante tres meses aprendí a flotar entre tratamientos y sombras.

Mi madre fue mi faro. Abandonó sus estudios para quedarse a mi lado, recordándome cada día que yo no estaba solo en aquel oleaje. Mi padre, aunque no podía quedarse, venía a jugar Monopolio: en esas partidas, la enfermedad desaparecía como si la casa entera hubiera regresado a nosotros. En medio de la oscuridad también apareció un payaso sobreviviente de cáncer: al verlo, comprendí que incluso en el naufragio podía existir esperanza.

Superar esa tormenta me dejó marcas. Mis piernas, debilitadas, tuvieron que aprender a caminar de nuevo. Cada paso era un desafío: mi madre y Mamaboni ejercitaban mis piernas al amanecer, mientras mi padre desinfectaba cada rincón del cuarto y preparaba las medicinas. Cada plato de comida terminado, cada pastilla tomada y cada muestra de sangre que evidenciara mi buen estado de salud era celebrado como un regreso a la orilla.

Cuando volví al colegio, mis compañeros me recibieron con cuidado y respeto. No podía correr en campeonatos de fútbol, pero podía conseguir diplomas de primer puesto por el rendimiento académico. El reconocimiento no venía de la velocidad de mis piernas, sino de la velocidad con la que podía entender, aceptar y resolver cada nuevo desafío que la realidad me presentaba para continuar el viaje silencioso que atravesaba. Y es que, estando sentado en el suelo de mi cuarto, armando figuras con Legos que nadie más había imaginado y en la biblioteca hojeando libros de historia con los diversos mitos y leyendas, entendí que siempre había sido mi esencia crear, reinterpretar e inventar caminos donde otros solo veían piezas sueltas. Y que incluso después de la enfermedad, de los miedos y del dolor, mi esencia seguía intacta: la de un niño de aguas piscianas, destinado a nadar en mares profundos y volver siempre con algo nuevo para contar.

Jonathan Aponte

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