El dolor se ha albergado tanto es mis huesos que siento que hay más de ti en ellos que el mismo calcio que se supone que los conforma, siento que te has llevado un pedazo de mí, siento que te he dado tanto que me he quedado sin nada. Llegué a ti con las manos repletas de ofrendas, pero tus manos (que siempre habían estado vacías) no supieron qué hacer con tanto. Me arrebataron todo, movidas por el ansia de nunca haber tenido nada. Ahora tus manos, llenas de lo que me robaste le ofrecen a otra lo que algún día me perteneció.
Soy envidia, soy celos, soy fuego y ardo al pensar en que mis manos no son las que te tocan, que mis labios no son los que te besan, que mi recuerdo no es el que te atormenta y mucho menos el que te quita el sueño. Quiero tatuar mi nombre en tu lengua, que no seas capaz de pronunciar otra cosa, quiero grabar mi rostro en tus retinas y que quemen si llegas a ver algo que no sea yo, que cuando veas a esos extraños añores mi cara, aunque sé muy bien que no será la mía a la que extrañarás.
Y es que ahí está la razón de mis tristezas, ahí está la verdadera razón del por qué no pude resistir durante más tiempo esta tortura: nada de lo que yo hiciera sería suficiente, porque no querías que fuera yo quien lo hiciera. Tú no anhelabas mis caricias, no querías que fuera yo quien te tocara, no era que no quisieras sanar, era que no querías dejar atrás todo lo que eso implicaba. Viví a la sombra de una mujer durante cada segundo que compartí a tu lado, y entendí que cualquier cosa que hiciera solo sería un eco de lo que ella alguna vez hizo por ti. Mi corazón y mi mente se atormentaron al intentar encontrar una manera en la que mi cariño pudiese llenarte de una manera en la que podía hacerlo el de ella, pero estos nunca tuvieron una respuesta. Dejé atrás parte de mí, traicioné mi sistema de valores y creencias solo para encajar con tu compañía y ni aun así fue suficiente para que decidieras quedarte conmigo, nada de lo que yo hiciera podría suturar las heridas que dejó ella al destrozar el lugar donde solía ir tu corazón, ya que hoy en día no quedan ni los escombros de él.
El amor (o la obsesión) que siento por ti se siente como una deidad, te sientes como un culto al que no puedo evitar ser devota. Te adoro como los cristianos adoran a Jesús, como el islam adora a Alá y como los satánicos se adoran a sí mismos. De igual manera que ellos, te adoro tanto que no soy capaz de ver que nada de lo que me ofreces es cierto y que mi amor por ti se expresa unilateralmente, que de ti no recibo más que expectativa, porque nunca haces ni hiciste nada por mí. Aun así, no tengo nada más que tu nombre, que también es mi credo y que recito cada noche con la espera de que decirlo en voz alta cure todas mis penas.
Me prometiste un futuro que quedó hecho añicos entre nuestros escombros, se perdió en medio de la ola expansiva que se provocó por la bomba que llevaba nuestros nombres. Te busco en las canciones que escuchábamos, te busco en los libros que leíamos, te busco en las risas que compartíamos y en todo ello no encuentro nada más que el fantasma que lleva el nombre que yo misma te di. Te di nombre, te di forma y hasta te di una voz que no te pertenecía, te creé en la medida en que necesitaba cada cosa para llenar el hueco que me dejaba el que no hicieras nada de eso. Busqué el sabor de tus besos en tus cigarrillos favoritos, busqué el calor de tus abrazos en las fogatas más ardientes, te busqué en cada una de las cosas que solíamos compartir, aunque sin saber muy bien qué era lo que buscaba, si era a ti o al pedazo de mí que te llevaste contigo.
Llevaré con orgullo las heridas que honran tu nombre, ya que ellas me recordarán lo valiente que fui al intentar amarte y lo fuerte que fui al sobrevivir de ello después de haber fallado. Eres parte de las cicatrices que me recuerdan que sobreviví a ti, pero que jamás lo hice ilesa. Sanaré tu ausencia, pero postergaré tu olvido.
Me rehúso a cerrar esta herida porque el dolor que me recorre el cuerpo cada vez que pienso en ti es la única manera de sentirte acá conmigo. Sé que existo porque te amo, mis sentimientos por ti son la mejor prueba de realidad que puedo tener de mí misma. Las lágrimas que brotan de mis ojos cuando recuerdo tu traición, el calor que llena mi pecho cuando pienso en como tus costillas parecían encajar con las mías. Vives en mí y me das sentido, te pienso y luego existo.
Incluso con todo el dolor que me hiciste sentir en esta experiencia, no podría jamás omitir lo bueno que me trajo. Sabes que estoy ahogada en el cutre sentimiento de no querer otra boca que no sea la tuya, que está impregnada de un nombre que no es el mío, que no puedo querer otro cuerpo que no sea el tuyo, incluso si está colmado de orgasmos que no provoqué yo, que no puedo memorizar otros ojos que no sean los tuyos, incluso si en ellos reflejan algo que no es mi cara. ¿No te das cuenta? De la enfermedad que me provoca la carencia de tu piel (que ni siquiera emite su propio calor, porque moriste mucho antes de que yo pudiera conocerte). La nostalgia se derrama sobre mi cuerpo y me avergüenzo de la cantidad de veces que tuve que defenderte de mí misma por inventar sentimientos que no poseías, solo para excusar el hecho de que no te conozco, y que quizá nunca lo hice. Soy cómplice de mi propio asesinato, yo misma te di el arma a empuñar y me lancé sobre el cuchillo que me flageló hasta el alma que ya no tenía. Estaba cansada de esperar a que tú decidieras matarme, a que me tuvieras compasión, a que te apiadaras de este pobre cuerpo que no hace nada más que anhelarte. Tuve que matarme, para poder matar cualquier vestigio de esperanza de que algún día tú por fin me quieras querer.
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