Te miro a los ojos; sé que ellos jamás me mentirán.
Puedo ver en ellos reflejada la virgen inocencia, y también tu dolor.
Me pierdo en tu puro y amargo café, y entre sorbos trato de descifrar los latidos de tu corazón, siempre buscando respuestas que jamás serán contestadas.
Te miro triste, acaricio tu cara, no puedo evitar sonreír.
Me abrazás y siento cómo todo se acomoda: la aburrida, gris y apagada ciudad empieza a resplandecer; el estruendo del alrededor se apaga, y solo puede oírse a lo lejos una melodía que repite una y otra vez “never let me go”.
Vuelvo a mirarte, esta vez feliz.
Acomodás mi pelo y me devolvés la sonrisa.
No podría ser más feliz; siento que todo puede ser posible, que no hay otro momento ni lugar en el mundo en el que quisiera estar más que este: aquí y ahora.
Me armo de valor y trato de que mi miedo no me gane.
Dos palabras, cinco letras.
Es todo lo que quiero decirte, solos vos y yo.
De pronto, una tormenta nos sorprende.
Nos reímos —jóvenes tontos— y dejamos que la lluvia nos moje.
Al primer trueno… desperté.
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