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If I close my eyes forever, will it all remain unchanged?

Jul 23, 2025

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If I close my eyes forever, will it all remain unchanged?
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Corre el año 1996 y un joven que ahora imagino cagado de miedo y emoción por enfrentarse prematuramente a la titánica tarea de la paternidad, apoya sobre la panza de su novia embarazada unos auriculares redondos, acolchonados, algo gastados. Suena Ride the lightning.

Sin terminar de entender el significado total del acto, mi viejo me introdujo de esta manera al mundo del thrash, del heavy metal, del rock. Desde ese momento, y antes de que yo pudiera respirar por mí misma, la música fue lengua madre antes que el idioma.

Así fue como crecí en una casa donde el silencio rara vez se hacía presente. Había siempre algo sonando: primero cassettes, luego cds, ahora si visito a mi viejo son vinilos. En ese momento, una canción bajada con paciencia de un internet lento e intermitente. Una intro de guitarra que funcionaba como campanazo, un aviso de que el mundo - al menos ese que era nuestro - giraba.

El equipo de sonido quizás era el mueble más importante. La torre de discos, un altar. Y mi viejo, el sacerdote de ese templo sin santos pero lleno de voces rotas, solos imposibles y letras en inglés que apenas empezaba a entender, pero sabía que en última instancia, no hacía falta. Como terminé aprendiendo luego: la música habla por sí misma.

Ahí estaba todo: Metallica, Deep Purple, Magedath, Maiden, Motörhead, Black Sabbath... Y Ozzy. Las portadas me daban miedo y fascinación. Los nombres de los discos se me grababan a fuego: Master of Puppets, Heaven and Hell, Diary of a Madman, Rust in Peace. Recorría con la mirada la fila interminable de cds, a veces originales, pero muchos de ellos truchos, que ese hombre se encargaba de buscar, re-grabar, catalogar. Era su manera de crear algo, de cuidar, de transmitir.

Y así se armó entre nosotros un lenguaje que no necesitaba muchas palabras. Nos unió un sonido. Una energía. Cuando no sabíamos cómo decir algo, lo escuchábamos. Cuando había distancia, aparecía un disco. Cuando estábamos cerca, también. La música nos ordenó los días.

No sé si alguna vez hablamos de Ozzy como deberíamos. Los hijos rara vez accedemos al mundo interior de los padres, y viceversa, pero sé que hoy ambos estamos tristes. Hoy recuerdo esa figura oscura pero honesta, exagerada pero profundamente humana, rota pero luminosa en su rareza. Un sobreviviente. Alguien que hizo de su voz un hogar para todos los que no encajábamos en ningún lado. En un mundo que nos dice que nos callemos, Ozzy gritó por nosotros.

Mientras escribo estas palabras recorro la discografía de Sabbath con los oidos, pienso que luego voy a pasar a la de Ozzy solista. Miro a mi mejor amiga que está sentada frente a mí y nos siento a ambas al borde de un llanto que, de arrancar, no tendría final. Me encuentro con la herencia que me deja mi viejo: la música como refugio. Un lugar dónde no hace falta fingir, sostener, aguantar, solucionar. Dónde se puede ser raro, sensible, iracundo, melancólico, o todo a la vez.

Ahora que Ozzy ya no está, me pesa más de lo que pensé. Porque se siente como el final de una época. Como si algo que nos unía, que fue testigo silencioso de tantos momentos nuestros, también se fuera con él. Pero eso es por un momento. Respiro. Cierro los ojos y siento el ritmo. El mundo sigue girando hoy también. Y seguirá girando mientras escuchamos un disco, juntos, separados, con amigos, en soledad. Cada vez que hablo de mi viejo digo "él me enseñó todo esto".

Gracias, viejo. Por la música. Por el metal. Por enseñarme a escuchar con el cuerpo entero. Por el cariño y por la distorsión. Gracias Ozzy por enseñarle a él. Termino de escribir con la sensación de poder ver ese hilo imaginario que une a todas las cosas, y pienso que eso se llama amor.

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