La ciudad en la que vivo tiene un clima extremadamente húmedo. Los cimientos de todas las casas están deteriorados, las paredes, los techos, hasta lo más nuevo y elegante se ve afectado por este fallo de la naturaleza. El lugar que alquilo no es la excepción: los pisos están mojados la mayor parte del tiempo, los vidrios empañados, y hasta los muebles sufren a veces de su intromisión.
Hace ya varios días, al entrar a la habitación, siento un olor rancio, como algo viejo, un hedor que quema los pulmones. Pienso que son los muebles de madera que han absorbido la humedad del ambiente o las mismas paredes que emanan esa toxicidad que no las deja respirar en paz. Me tomo el trabajo de pasar lavandina sobre los pocos muebles que tengo, sobre las paredes, de ventilar el lugar, prender sahumerios, rociar aromatizantes, esparcir fórmulas mágicas y esa clase de cosas.
Nada parece funcionar. Sigo sintiendo ese olor tan extraño que no me deja dormir de noche, que me provoca pesadillas, que me invade y enferma con solo respirar. Pienso en qué podría ser, olfateo toda la habitación, desesperada, buscando el origen de tal apestosidad. Nada.
En medio de la desesperación, me asomo por debajo de la cama, un lugar que no había explorado en su totalidad, y desde ahí el sacudón fue contundente. Era como estar frente al aliento de una ballena, en medio de una ráfaga de descomposición animal. Quise contener la respiración, pero las arcadas no lo permitieron. Comencé a toser, a contraer mis costillas y a sacudir espasmódico el cuerpo en busca de aire limpio; me estaba asfixiando. Logré salir de la habitación aún vacilando sobre lo que descubrí escondido.
Un tumulto amorfo, enmohecido y lleno de vida estaba creándose y luchaba por permanecer ahí, aferrado con una fuerza sobrenatural. Volví a mirar por última vez, asustada, y le pedí por favor que se fuera.
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