Hoy me entregué al mar.
Pretendí que las olas separaban la pena de mi carne.
Me senté en la orilla,
contemplando un trozo de inmensidad.
Cada ola sumergía mis piernas,
como bautismo que lava los pecados
que llevo de bandera.
Me adentré en las aguas frías;
me engulleron la cintura
y una ola golpeó con fuerza.
La entrega es fácil: el agua me reclama como suya.
Ahí tuve el poder de convertir la paz en lamento —
¿o el lamento en paz?
Mi ruido eterno serían olas rompiendo(me), puliendo mis huesos.
En mis cuencas brillaría el rojo atardecer,
las gaviotas podrían sobrevolarme cada día —y yo
sería capaz de recordar
sin romper.
Por mera repulsión, como acto rebelde,
mis pies siguieron plantados.
Afirmando, una vez más,
que seguir es mi condena.
Soy criatura herida
que frente al mar transmuta.
Niños reían a mi alrededor,
ajenos a mi trance.
Risas tiernas — constante recordatorio de mi colonización.
Si la felicidad no me fuera inhóspita,
si pudiera florecer entre bondad,
estaría riendo con ellos.
Si mi oscuridad no se resumiera a este agujero negro que celebra un festín con mi luz,
si mis mares y puestas de sol me pertenecieran…
pero siempre que voy a ellos, tus pasos me alcanzan.
Llegas como brisa, golpeando como huracán;
un susurro que grita tu permanencia en mi memoria.
Me aterra creer, que quizá, sigas siendo eco
aun cuando mis huesos secos yazcan en un pozo oscuro.
Porque no olvido.
Yo no olvido.
Y tú
conoces de amor
porque yo ardí
para entretenerte.

Animal en ruinas
Mi lírica no es fácil ni digerible. Mis palabras te harán jirones la garganta, te pudrirán el estómago, y justo cuando estés al límite reconocerás que mi sonido es libertad.
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