Volví ayer de un viaje que hice con mis colegas. Ha sido una experiencia que jamás se desprenderá de mi carne. Lo primero a destacar es lo bello del paisaje en el que nos encontramos: hogares rústicos, sencillos, cercanos; una plaza acogedora que, a medida que subías, daba paso a un inmenso castillo; un pantano enorme lleno de vida y armonioso en esencia. En general, lo degusté como lo haría un hambriento frente a un manjar.
Seguido de esto, unas de las cosas más bonitas —incluso diría más bello todavía—, fueron las personas. Nos rodeamos de gente buena, amable. Gente hospitalaria, de buen corazón. Hablamos y reímos durante horas, pues el tiempo bajo el manto de las perlas nocturnas avanza rápido, sin temor a perderse. Bailamos hasta que nuestras piernas se volvieron rígidas y de poco aguante. ¡Qué bonita es la experiencia del querer!
Por último, y ya fuera del viaje, fuimos nosotros mismos quiénes lo hicimos más entrañable. Disfrutamos la experiencia arropando nuestros corazones con la presencia aquella de la amistad que nos absorbe y nos hace románticos. Románticos ante la brisa, la luna, las farolas, las calles, los animales, las flores. No necesitamos nada más que nuestra propia presencia para ser felices.
Ahora, en este presente, me siento sobre mi cama —la extrañaba, a decir verdad— y pienso cómo añoro los días de ayer. Fueron gloriosos, y el presente no es que sea del todo malo; sin embargo, lo pienso a menudo: ¿Son los recuerdos pasados quiénes dañan aquellos futuros? ¿O sólo nos aferramos a lo conocido por temor a lo ignoto?
Quizás toda esta reflexión es porque huele a nostalgia, o simplemente soy un torpe corazón.
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