Cuando llega mi hora de escribir no hay más.
No puedo insinuar metáforas, no soy capaz de esbozar tal abstracción. Sólo capto las palabras que brotan de mi piel, palabras que no dejan de pulsar desde mi pecho hasta mis manos, desde mis manos hasta el papel. Y del papel al mundo.
Hay veces que no tengo más opción que traducir mi cuerpo a un lenguaje común. Para recordarme que soy un ser humano, como muchos otros. Para no olvidar que mis huesos y mis uñas están hechos del mismo material que la gente que camina por la calle. Cuando la alegría, la tristeza, el amor, el dolor, la ternura y la violencia componen una ceremonia extraña en mi pequeño terreno, que recorre desde la punta de mi pelo hasta el extremo de mis pies, entiendo que no hay rodeos posibles.
En ese punto crudo soy consciente de que no tengo más que esta carne y esta voz. Y no es poca cosa.
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