El frío calaba en los huesos, de una forma que él no recordaba que ocurriese a esa altura del año. Apenas entraba el otoño, pero ya se veían los ambos, uniformes del personal, abultados por las camisetas térmicas, y las batas blancas intentaban esconder sin éxito gruesos suéteres que asomaban entre sus solapas. Mientras caminaba por el estacionamiento, y contemplaba la mezcla de rostros cansados de los veteranos con las miradas emocionadas de los estudiantes primerizos, en su línea de visión intervino una hoja cayendo. Miró hacia arriba y vio las ramas del viejo roble, completamente desnudo excepto por unas pocas hojas que se aferraban, sin mucho éxito, a la madera de la que brotaron. Sintió una inexplicable congoja, o mejor dicho, una muy explicable pero decidió hacer caso omiso de su causa y justificación mientras siguió caminando. Este suceso no detenía su labor, así que procedió a revisar a los pacientes asignados con un automatismo que prefería atribuir a sus 35 años de experiencia, y no a su mente que divagaba por distintos rincones. Entre internado e internado, conversaba con los residentes, a los cuales trataba de impartir esa experiencia de la que estaba orgulloso. Pero algo llamaba la atención de sus educandos, y es que todos percibían una extraña aversión por parte de Marcelo hacia ellos. No era un odio puntual hacia alguno, ni tampoco era que los tuviese en mala estima. Pero había algo en su forma de hablar, amorosa y distante, que los hacía pensar que no toleraba estar en su presencia. De todas maneras, esto pasaba al segundo plano, porque lo más llamativo de su instructor era su obsesión por el paciente de la 1958.
En la 1958 había un paciente que era revisado exclusivamente por un médico y visitado por enfermería en forma esporádica. Marcelo siempre dejaba para el final de su día a ese paciente, y era la excepción entre los enfermos con el cual se tomaba un tiempo prudencial. El único donde abandonaba todos sus automatismos y se dedicaba con la misma devoción, interés y meticulosidad que aplicaba con los primeros pacientes de su carrera. Entraba abriendo la puerta con firmeza, pero no súbitamente, y lo primero que decía era un cálido “Buenas mañanas, Antoñito, ¿cómo te encontrás hoy?”, para recibir por respuesta el silencio de Antonio, quien miraba fijamente por la ventana, con la mirada perdida como de costumbre. Este era ya su tercer mes ingresado, con tratamiento oncológico, sin familia que se hiciese responsable.
El vínculo de Marcelo y Antonio tenía como lengua materna el silencio, a veces interrumpido por comentarios esporádicos del internado que dejaban a su cuidador con un doble silencio, callando en la ausencia de palabras. Si los residentes sentían una aversión inexplicable de parte de Marcelo hacia ellos, Antonio percibía un afecto injustificado, un ánimo de cuidado y un deseo de bienestar que nunca había sentido en su tiempo internado. Incluso había tardes donde ya fuera de turno, se quedaba acompañando al que pasaba a ser su amigo y no su paciente. Le ofrecía comida y desde un tiempo ya que le leía las cosas que le pedía, cuando el silencio se le hacía en exceso atronador.
Pero esa mañana de otoño Antonio estaba distinto, mirando por la ventana a una cosa concreta, cosa que Marcelo identifico rápido gracias a su ojo entrenado para los detalles (también gracias a conocer lo suficiente la mirada perdida de su amigo como para distinguirla de esta observación contemplativa). Se acercó a la cama mientras el que estaba recostado tenía una expresión melancólica, el deseo brillaba en sus ojos mientras la tristeza dibujaba una mueca en su rostro, el cual destacaba por su expresión estoica. Sus ojos contemplaban al viejo árbol que estaba en el estacionamiento del hospital, ese roble macizo donde lo más llamativo eran sus ramas desnudas, y la inmensa pila de hojas que descansaba sobre su base. Entre esas garras alargadas de madera, se distinguía una última hoja, desafiando la orden de la naturaleza para caer, aferrada todavía al árbol por más que el viento le estrechase las ramas en un saludo con efusiva sacudida.
Antes que Marcelo pudiese decirle nada, Antonio escupió una de esas frases que tanto le molestaban a su amigo, esas frases que eran el motivo de su automatismo por el resto del día y de las mañanas siguientes. La voz de Antonio, firme, pero con matices de miedo, resonó mientras decía “¿Te hubiese gustado que, en algún momento de tu vida, te dijeran cuantos años ibas a vivir?”. Marcelo no respondió. Sintió el tono retorico de la pregunta de su amigo el cual inmediatamente, con tristeza en la garganta, contestó a su propia pregunta “Yo sí. Creo que hubiese ayudado a decidir cuánto luchar, cuando uno sabe cuánto le queda se organiza distinto”. Tras una pausa para tragar saliva agregó “El vivo solo sabe pensarse vivo, el moribundo necesita más imaginación para eso. Me cuesta mucho imaginar Marce. Luchar, cuando sabes que no te queda mucho más, sentís que no vale la pena”.
Marcelo se quedó callado, con una catarata de respuestas, y conteniendo las lágrimas. Quería gritarle a Antonio por semejante planteo. Quería decirle que no importaba el tiempo, que se iba a organizar igual, porque uno se guía por lo que desea y no por el rendimiento y la funcionalidad de su vida. Quería decirle que no hay garantía de cuanto te queda, que no hay sentido en tan lúgubre elaboración en esta situación. Quería llorarle que cuando menos te queda, es cuando más sentido tiene pelear. Quería todo eso, pero solo supo salir del cuarto en silencio.
Antonio se quedó mirando la hoja nuevamente. Mientras el viento la acunaba, constantemente le daba la sensación de que la brisa se la llevaría consigo. En mitad de un soplo, donde la hoja se sacudió bruscamente, se abrió la puerta de la habitación con la misma brusquedad. Marcelo entró, arrojándole un abrigo pesado, y con dos hachas encima le dijo seriamente “levantate, hay que hacer un cambio de tratamiento”. Antonio, quien estaba demasiado confundido por el pedido de su cuidador, y demasiado desmotivado como para discutir, accedió sin miramientos y siguió el plan de su compañero con herramientas de leñador. Mientras corrían por los pasillos todos los señalaban, extrañados, sin intención de disimular su asombro. Todo el mundo estaba muy distraído por el hecho de que uno de los médicos más respetados del hospital estaba corriendo por los pasillos armado para el combate, como para notar al paciente que iba detrás, el cual se reía juvenilmente con la dificultad de su rostro acostumbrado a la apatía.
Salieron al estacionamiento, y casi poseídos por un estado de frenesí, empezaron a golpear el árbol con sus hachas, mientras reían enérgicamente y se sonreían. Entre las risas les daba la sensación que el rostro del otro perdía líneas de expresión, que las ojeras desaparecían, y casi que se olvidaban de cómo era la cara sin sonreír de cada uno. La gente de seguridad se acercaba decidida, pero mientras más se aproximaban, más lentamente se movían, hasta el punto de detenerse a 2 metros de la coreografía de risas y hachazos. Finalmente, cuando le pareció oportuno, Marcelo tomo por el hombro a Antonio, y con el peso de los cuerpos de ambos, dieron una fuerte patada al unísono al árbol víctima de su descargo. El tronco tardo pocos segundos en abrazar el asfalto, y una vez estaba en el piso, Antoñito entre risas arranco la hoja de la punta de la rama, y se la ofreció a su amigo, quien, sin decirle una palabra, le había hecho entender tantas cosas. Luego volvieron a la habitación, con las caras de asombro de los de seguridad como testigos de su tránsito.
Ese mismo año, a finales de octubre, Marcelo se jubiló, a una semana de la defunción de su amigo Antonio a quien, desde el día del incidente del árbol, todos visitaban y encontraban con una enorme sonrisa que no dejó de lucir ni en sus últimos momentos. En la casa de Marcelo, junto a la foto con su esposa, la foto con sus hijos y la foto con sus nietos, se encuentra enmarcada una hoja seca, junto con un papel que dice en letra borrosa “Nunca dejes de imaginarte vivo” sin firma ni dedicatoria.

Guido Boggio Marzet
Argentino, quizá demasiado. Escribo poesía y otras cosas, a veces no se muy bien que la verdad, pero lo importante es participar.
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