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    Historias del Tren: Encuentro con la Calle

    Aug 19, 2024

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    Historias del Tren: Encuentro con la Calle
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    Después de otro día de trabajo cuando emprendí el regreso a casa hacía mucho frío, el sol ya había bajado y el viento hacía insoportable caminar. Volví primero en colectivo hasta la estación Constitución y luego en tren. El tren estaba lleno de gente como todos los días, los asientos estaban llenos en algunas había personas durmiendo, en otros asientos personas perdidas en la pantalla del celular, había mucha gente parada, apretada, casi sin poder moverse. Había también gente en el piso; casi siempre son los que más lejos viajan.

    En el viaje en el tren intenté leer un poco, pero me llamó la atención un grupo de chicos que estaban sentados en el piso. Eran tres, todos tenían un aspecto bastante sucio y andrajoso, y estaban comiendo un surtido de comidas empanadas, medialunas, porciones de tartas, pan con algo que no pude distinguir, todo desde las bolsas. Dos estaban sentados antes de que yo subiera, parecían viajar juntos. El último subió justo antes de que la puerta cerrara y empujando llegó hasta donde estaban los otros dos y pidió permiso para sentarse entre ambos. Este último fue quien más llamó mi atención.

    Intenté concentrarme en mi lectura, pero no podía dejar de escuchar su conversación y observar sus gestos. El chico del medio también tenía su bolsa de comidas y compartía lo que tenía con los otros dos. No es que su comida fuera abundante, sino más bien todo lo contrario, pero a pesar de esto, la compartió. Esta actitud de compartir fue una de las cosas que llamó mi atención, por dentro mío decía cuánta solidaridad tiene tres empanadas y las comparte como si fuera un festín, qué tal vez para él lo era. 

    Hablaban entre sí y contaban alguna anécdota que no intenté escuchar.

    Después de unos minutos de intentar leer, un poco frustrado por el griterío de un tren repleto de gente, cansado de la gente empujándome, decidí levantar la vista y mirar a mi alrededor; tratar de ver el cielo por la ventana o algo más que la espalda de quien tenía por delante. Al hacerlo mis ojos se encontraron con los del chico del medio, que sin darme cuenta se había levantado del piso y se había parado a mi izquierda. Le hice un gesto de saludo y él correspondió con una gesto que estaba entre una sonrisa y ese movimiento que hace uno cuando no sabe lo que el otro quiere

    —Hace frío, ¿no? —le pregunté, intentando romper el hielo.

    —Sí, imagínate vivir en la calle con este frío, no sabes lo que es. Por suerte, ya me voy a mi casa —respondió, con una mezcla de resignación y alivio.

    —Debe ser terrible. ¿Vos vivís en la calle? —pregunté, aunque su apariencia ya lo delataba.

    —Sí, amigo, vivo en la calle hace dos años, pero estoy volviendo a mi casa —dijo, dibujando una sonrisa hacia la derecha y levantando las cejas como si fuera algo obvio.

    —¡Fua! Dos años viviendo en la calle es un montón de tiempo. ¿Por qué vivías en la calle?

    —Yo soy electricista, amigo, pero ahora vivo de juntar basura en la calle. Con eso me alcanza para comer y drogarme todos los días —dijo, y miraba sus manos sucias y lastimadas.

    Lo miré con cara de sorprendido y siguió diciéndome:

    —Tuve muchos problemas por la droga. Imagínate que me clavaron un cuchillo, me molieron a golpes, tengo dos costillas fisuradas y eso no es todo, hay cosas que no me gusta contar. Pero con el tiempo aprendí a manejarme. Me sigo drogando, pero más rescatado. No soy un rastrero, no te digo que nunca rastrié nada porque trato de no mentir. Ahora estoy yendo a mi casa porque me duelen mucho los pulmones y tengo que ir al médico a ver qué onda. Estoy un poco nervioso después de dos años. Para ¿Qué fecha es hoy?

    No podía disimular mi cara de asombro. Sentí una mezcla de asombro y compasión al escuchar lo que decía. No podía creer que me contara todo esto sin siquiera conocerme. Sus palabras eran crudas y lo contaba como un nene que le cuenta a su madre lo que hizo en la escuela.

    —Es 10 de julio —le contesté, intentando calcular cuánto tiempo llevaba viviendo así.

    —Ah, sí, son dos años más o menos.

    —¿Por qué te fuiste de tu casa? —le dije al instante que respondió, me generaba mucha curiosidad que lleva a un hombre a llevar esa vida.

    —Me fui porque me gorrearon, mi mujer me engañó con otro y no aguanté. Le daba todo, ella tenía seis hijos y yo laburaba como electricista para mantenerlos a todos. Tenía mi casa que levanté con mis manos— decía mientras me mostrabas sus manos callosas y yo no podía salir del asombro de sus palabras— nunca faltaba la comida, me drogaba, pero laburaba y trataba de ser buen padre de familia, viste.

    —Debe ser fuerte todo eso —dije, no sabía qué contestarle ante semejante historia.

    —Sí, amigo, fue horrible. Intenté hundirme en la droga más todavía, consumía tanto hasta no pensar, no sentir nada, hasta quedar tirado en el piso mirando el techo, el cielo o algún árbol sin poder parpadear. Así, un día me fui de mi casa a comprar droga a Retiro y no volví. Me quedé en la calle porque me sentía mejor ahí, no quería que los nenes me vieran así siempre. Sufrí mucho en la calle. Los tranzas están rodeados de giles, me robaron las monedas de la droga muchas veces, hasta que aprendí a pararme de manos y pelear por lo mío. Juntando basura, vendiendo cables, cartones y cosas que encontraba por la calle, me drogaba ocho veces al día. Al principio iba a visitar a mi mamá y le robaba hasta las ollas para venderlas y comprar droga. Hasta que no fui más sentía vergüenza de mí mismo. Una vez me encontré ocho mil dólares en una bolsa en Puerto Madero mientras revisaba un tacho de basura, mira si la suerte es loca, y con eso le compré ollas nuevas a mi mamá, le di plata para que le comprara cosas a los nenes, le mandé plata a mi mujer, y me drogué mucho, pero mucho.— decía mientras se reía como cuando uno se acuerda de una buena broma 
    —¿Cómo empezaste con la droga?

    —Le robé un porro a mi hermano de su mochila y esa fue la primera vez que probé, a los 17 años.

    —¿Y ahora?

    —Ahora me estoy yendo a lo de un amigo que se drogaba conmigo, pero ahora entró a la iglesia y ya no consume, se rescató y quiere que lo ayude a hacer un trabajo de electricidad en su iglesia. Voy a aprovechar juntar unos pesos mas y veo que hago. 

    —¿Se rescató y vos ya estás en la iglesia?— Volvi a preguntar mientras el tren se acercaba a la estación de Lanus.

    —No, amigo, yo en esa no caigo, es una droga por otra droga. Ya aprendí a manejarme con la droga. El otro día pasaba por el barrio y un pibito de 15 o 20 años me pidió que le dé un poco de porro. ¿Sabés qué le dije? "Tómatela de acá, pendejo pelotudo". Yo tengo un hermanito de esa edad, si alguien le da porro a mi hermanito, yo lo mato, le doy tantos golpes que nadie lo va a reconocer. Eso no se hace, hay que cuidar a los más chicos.

    Llegamos a la estación de Lanús, se bajó y me dijo "cuídate, amigo" y se perdió entre la gente que subía y bajaba. Miré de nuevo a los chicos que estaban sentados con él, como buscando en ellos alguna señal que me dijera algo, pero me miraron y se rieron entre ellos. Nadie alrededor parecía haber escuchado nada de lo que dijo. Por dentro, un sentimiento de admiración, mezclado con lástima, un poco de asombro y estupefacción se apoderaron de mí. Empecé a pensar en cuántas veces solo miré con cierta cautela y distancia a cada persona con aspecto andrajoso, sin siquiera preguntarme por qué estaba ahí, sin siquiera saludarles, muchas veces sin siquiera verlos. Cuántas historias habrá detrás de cada persona sentada en el piso de un tren.

    Esteban Rey

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