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Historia de un verano en Las Grutas

Dec 10, 2024

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Historia de un verano en Las Grutas
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Una situación se da en las playas argentinas, que me despierta mucho asombro. Desconozco si se da en las playas concurridas de otras partes del mundo, pero para mí es algo muy argentino. Esa situación que sucede cuando un chico se pierde, o más bien, cuando unos cuantos adultos advierten la presencia de un niño que perdió de vista a sus adultos responsables. Entonces, con desesperación y empatía, comienzan a hacer palmas; y la gente a su alrededor, en una especie de reflejo humano ineludible, se suma a la ola sonora, solidaria y expansiva, hasta que generalmente, en los mejores casos, dan con el paradero de aquellos avergonzados padres a los que les vuelve el alma al cuerpo y reincorporan en sus filas al extraviado.

Una vez consumado el acto, todos los habitantes ocasionales del balneario olvidan rápidamente el hecho y vuelven a sus ocupaciones del momento. Los paleteros continúan paleteando, los padres de familia retoman su siesta en la sombra sofocante de su carpa, los nenes continúan con sus labores de albañilería de arena y barro, los vendedores ambulantes continúan pateando la arena densa y entonando sus típicos cantos persuasivos, los otros toman mate y comen churros, mientras que unos cuantos coquetos toman sol acostados sobre un toallón, acumulando en su cuerpo partes iguales de bronceador y arena. En mi caso particular, cuando se da esa situación no tan esporádica de extravíos infantiles, no se me olvida tan rápido. Me transporta directo a un verano que pasamos con mi familia en las Grutas a comienzos del año 2000.

Una de esas tardes del flamante milenio, estábamos con mi hermano Juli jugando a las paletas. Ese día el calor era incluso más intenso de lo habitual. El mar se había retirado casi por completo, apenas se podía divisar a lo lejos, reflejando el sol y disolviéndose con el cielo. La marea baja había dejado extensos kilómetros de playa con superficie de arena húmeda y semi dura, ideal para correr y jugar a los tejos, un fenómeno habitual de la Bahía de San Antonio. Desde el día anterior, yo andaba con un pedacito de algodón en el oído. Había sufrido una fuerte otitis o algo parecido; al parecer por el agua de mar, un líquido bastante inusual en un organismo de montaña y agua dulce como el mío.

Mientras me alejaba de mi hermano en una de las tantas idas a buscar la pelota que se nos iba lejos, puesto que nuestro paleteo no era de los más fluidos que se hayan visto por aquellas costas, se levantó una fuerte brisa que me voló el algodón. El médico que me había atendido, y posteriormente mis padres, me habían advertido que no debía meterme al mar y que debía mantener siempre el oído tapado. Y yo, que cuando quería y lo consideraba pertinente, era un chico de lo más obediente, tomé esa indicación al pie de la letra, y salí corriendo detrás del pedacito de algodón.

Repentinamente, la brisa se transformó en un viento que corría cada vez más fuerte y, a su vez, el algodón se iba cada vez más lejos; pero yo no estaba dispuesto a dejar que abandonara mi oído sin antes darle justa batalla, y lo seguí incansablemente hasta que lo pude agarrar. Lo levanté victorioso, lo sacudí lo mejor que pude y me lo volví a colocar en el oído. Para entonces, el viento estaba descontrolado. Volaban las sombrillas y los pareos, los niños lloraban, las madres gritaban y la arena entraba por todos los lugares que podía. Noté que había ido demasiado lejos corriendo sin mirar por dónde y ya no pude encontrar ni a Juli, ni a mi familia, ni las paletas, ni la sombrilla que usábamos siempre, ni nada que me resultara familiar. Como si hubiera aparecido en otro lugar, en el mismísimo apocalipsis.

Es de esperar que en una situación así, un niño reaccione perdiendo la calma, gritando o llorando, pero en mi caso no existió ninguna reacción. Me quedé quieto, sin saber qué hacer ni qué pensar. Recuerdo perfectamente que no estaba asustado, ni triste ni nada. Solo estaba perdido, desorientado e inmóvil, como si mi cerebro de ocho años no pudiera terminar de procesar la información que recibía.

Después de algunos minutos, el viento paró y, si bien el ambiente se calmó, aún parecía que hubiera pasado un huracán arrasando con todo a su paso. Mientras tanto, yo seguía perdido, pero con un contexto más favorable. Empecé a hilvanar ideas, y pensé que como no hiciera nada, difícilmente volvería a ver a mi familia. Lo primero que se me ocurrió hacer, ahora sí, fue llorar. Y, si bien lloraba por todo en aquel entonces, hacerlo deliberadamente me fue un poco más difícil.

Finalmente, alguna lágrima salió, y un heladero que iba pasando advirtió la situación. Rápidamente me subió a sus hombros robustos para dar comienzo al divino ritual de los aplausos. Y así fue, que a los pocos minutos de andar en aquellos hombros mesiánicos, vi a lo lejos a mi madre, que ya me había visto y venía corriendo. El heladero me bajó y mi mamá, que lloraba desconsoladamente, me dio un abrazo tan fuerte que entendí que ella también había pensado que no volvería a verme. Seguro se estaba imaginando que me habían secuestrado, o más probablemente, que me había ahogado en el mar; estaría tan preocupada que no se habría percatado de la improbabilidad de aquel suceso, por la propia lejanía del mar.

Así de golpe, aprendí que mi vida era realmente importante para mis padres, y lo mucho que se podían preocupar si alguno de sus hijos se encontraba en peligro. Cuántas preocupaciones habrían pasado y cuántas más les esperaban criando a cuatro hijos. Debo confesar que desde entonces me pregunto seriamente si es buena idea traer vida a este mundo abundante en peligros. También aprendí que más grave que perder el algodón del oído es perderse uno. Algunos años más tarde volvería a perderme a mí mismo, pero ya no iba a ser tan sencillo volverme a encontrar. Quizás, toparse con aquella energía que te levante y te lleve en andas sea una buena iniciativa para esos días en que andás desorientado por la vida.

Gabriel Ciambella

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